Las birlochas, El Jabato y las huchas del Domund


Cuando despuntaba el verano por aquellos años, llegaba una de las formas más sanas y entretenidas de pasar las tardes: el noble arte de volar bilochas (o birlochas, cometas...).
La mayoría de las veces no se adquirían en las tiendas. Siempre había alguien habilidoso que a base de cañas finas, papel e hilo palomar elaboraba unos artefactos aerodinámicos que cobraban altura a la mínima brisa que se levantara.
 Las ciudades estaban entonces atravesadas de solares vacíos y descampados, escenarios de juegos infantiles hasta el anochecer, desde el fin de la siesta hasta la vuelta al hogar familiar caídas ya las últimas luces. Eran lugares propicios para echar a volar esas naves de juguete en aquellos tiempos en que solo existía lo analógico, lo digital ni se imaginaba y no había aplicaciones que descargar, la única aplicación que se conocía consistía en tener buena conducta en clase y ser diligente a la hora de hacer las tareas escolares.
 Ya digo, las birlochas aseguraban muy sabrosos ratos de entretenimiento. Nos ponían en contacto con la Naturaleza. Yo recuerdo tardes inolvidables de mi infancia, cuando la aldea costera donde veraneábamos eran cuatro casas y una calle principal de tierra y polvo, sujetando el cordel que tremolaba con fuerza antes las embestidas del viento que venía del mar. No se podía ser más feliz con menos.



  Las cometas parece ser que tenían su origen en la milenaria China. No sé si para corroborar todo esto, en una aventura de El Jabato -ese inolvidable héroe ibero que se echó por novia a la hija de un senador romano, Claudia, la de belleza solo comparable a la Sigrid del Capitán Trueno- El Jabato, digo, junto con sus fieles Taurus y Fideo de Mileto, pasó unos momentos muy tensos cuando un avieso mandarín chino los colgó de enormes cometas a cientos de metros de altura.

 China... Por aquel entonces, lo que nos llegaba del populoso país asiático era la acuciante necesidad de bautizar a tantos niños que de seguro iban a acabar en el Limbo caso de no recibir las bendecidas aguas. En un principio, las huchas para la cuestación llevaban incluso la figura de un chinito. Eso es la infancia también. Los domingos otoñales, fríos y luminosos, recorriendo las calles con los compañeros y colocando pegatinas del Domund en las solapas de quienes iban a las confiterías después de salir de la misa de 12. De la exótica China apenas nos llegaba nada más. Bueno, y el Flan Chino Mandarín en sobres que en realidad fue un genial invento de Alfonso Valdés García, químico español con una gran visión comercial.
Estábamos muy lejos todavía de bajar a las 11 de la noche a la tienda de Yuan a comprar  Nescafé para el desayuno del día siguiente.

(Texto: Mariano López-Acosta)



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