Viajero, vengas de donde vengas, si tus
pasos te acercan a la barroca y hospitalaria ciudad de Murcia, no dejes de
visitar el lugar donde se guardan las máximas obras maestras de la imaginería
española del siglo XVIII. Allí podrás apreciar las altas cotas a las que llegó
la escultura religiosa en la España del Setecientos. El hijo de un escultor
italiano que se había establecido en este luminoso y fértil lugar del sureste
español, llevó a cabo durante su larga existencia, siempre bajos los cielos
murcianos, una obra sin parangón que transita por el siglo atravesando estilos,
desde el más puro barroco hasta el neoclasicismo, ya en las postrimerías de la
vida del artista.
Fueron muchas décadas, desde que heredara
en su juventud el taller paterno, de alumbrar obras maestras ya desde la
bocetación en dibujos, de crear escuela que perdura hasta nuestros días
(preguntad por la tradición belenística de esta tierra, investigad quién fue
José Sanchez Lozano, fallecido no hace tantos años) y de dejar en multitud de templos
de la región y tierras vecinas su genial impronta en imágenes que ya querrían
para sí los mejores museos del mundo.
Dejaré para los expertos el análisis
técnico de esta obra maestra conocida como El Prendimiento e intentaré
describir, desprovisto de cualquier conocimiento académico previo, partiendo de
una declarada ignorancia de la materia imaginera, las sensaciones que me genera
la contemplación de este cuadro escultórico con mis ojos de "buen
salvaje".
Y observo una plástica del movimiento portentosa
en esa enérgica curva invisible que describe la espada de San Pedro. La
sensación cinética es tan real que después de tantos siglos no comprendo cómo
no está ya ensartado el esbirro caído en el suelo. Y algo más atrás un hombre
con rasgos faunescos, pelirrojo (parece ser que los malos y atravesados en la
iconografía de la época eran zurdos y de cabello bermejo) da un beso excesivo,
como para convencer a alguien de que está besando realmente, a otro hombre que
lo observa de soslayo, sin perder la dignidad, con una mirada serenísima pero
muy grave que confirma que los pasos de
un drama inmenso originado desde el principio de los tiempos se van cumpliendo
inexorables, sin posibilidad alguna de que no se den. Detrás lo contempla todo
un soldado no muy tendente, parece ser, a los gestos bondadosos y con el que no
convendría mantener contenciosos demasiado serios en la vida cotidiana.
La escena en su conjunto respira una
belleza inefable, que no encuentra palabras para ser descrita, unida a una
tragedia que se prevé terrible. Y esa mezcla te desarma, es una auténtica bomba
de relojería.
Viajero, si tus pasos te traen por la
barroca y hospitalaria ciudad de Murcia pregunta por Francisco Salzillo.
(Texto. Mariano López- Acosta)
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