Arrancaba la década y un católico de
estirpe irlandesa que un día se proclamaría berlinés alzaba un jovial Camelot
en medio de los adustos y descarnados laberintos del poder. A miles de
kilómetros, su par, un campesino eslavo que hizo revisionismo de la memoria del
ogro georgiano y golpeó con un zapato la mesa en un plenario de la ONU, se
había propuesto poner un cosmonauta en órbita para proclamar el triunfo del
"hombre nuevo". Ambos dirigentes planetarios llegaron al borde del precipicio
en torno a una isla caribeña con forma de lagarto, y a punto estuvieron de
darle la razón a un inefable y rechoncho párroco a quien yo recuerdo en misa,
los sábados por la tarde, conminándonos al más sincero arrepentimiento ante lo
inevitable de un apocalíptico conflicto nuclear. Y era así, el mundo estaba
polarizado en dos gigantescas placas tectónicas ideológicas que por aquel
entonces tenían un interminable y duro punto de fricción, hasta echar chispas, en
los territorios de lo que en tiempos fue la Indochina francesa.
Ese
cruel y áspero conflicto conmovía a la juventud del llamado "mundo
libre" que renegaba de la generación de sus padres, prefería las flores a
los fusiles, y se reunía en multitudinarios festivales musicales. Eran tiempos
en que se experimentaba, en medio de una inocencia y una fe en el futuro
conmovedoras, con sustancias que disparaban la dopamina y otros
neurotransmisores cerebrales hasta que pudieras ver un submarino amarillo
volando por encima de los edificios más altos de la ciudad. No había duda de
que Lucy estaba en el cielo con diamantes.
Se
hablaba también por aquellos años de un cirujano que trasplantó el primer
corazón. Y del terrible régimen de apartheid que había en su país. En los
telediarios en blanco y negro de la época una veinteañera en minifalda copaba asimismo
las noticias con su defensa de los católicos norirlandés.
Además,
cierta joven cantante italiana llegaba al convencimiento de que no tenía edad
para amar; el presidente de la República Francesa reconocía que la bellísima
actriz que muchos años después lucharía contra la cruel caza de los bebés de
foca, ingresaba en el país con sus películas más divisas que la Peugeot; el
heredero al trono del país que en el siglo XIX colonizó de muy mala manera y
con gran crueldad el Congo (Vargas Llosa dixit) se unía en santas nupcias con
una española muy pacata dando lugar a un matrimonio sin hijos, con fama de
santurrón, y con un cuñado vividor en Marbella; una sublime cantante de ópera,
cuyos seguidores parecían profesar una religión, formaba pareja con un
multimillonario armador griego de cabellos blancos y enormes gafas de pasta
negra, armador que terminaría desposándose con la viuda de quien forjó el
Camelot washingtoniano (cuando se hablaba de la Nueva Frontera) ante la
inconsolable y augusta tristeza de la intérprete de arias; la princesa
repudiada por el soberano de Oriente
Medio que se creía continuador de la dinastía del legendario Ciro deambulaba
inconsolable con su tristeza por las fiestas más glamurosas de la vieja Europa
y protagonizaba las portadas de las
amables (en esa época) revistas del corazón; Scotland Yard era burlada y
uno de los protagonistas del asalto del siglo gozaba de las playas de Río de
Janeiro ante la imposibilidad de una extradición que acabara con su
aventura de película; un mediático púgil
negro iba a prisión y era desposeído de su título de campeón ante su negativa a
alistarse en la guerra de las guerras de
entonces; una aparentemente quebradiza y muy libre muchacha de duro pasado, de
apartamento con gato y sweter de cuello vuelto, merodeadora y anfitriona de
fiestas con lo más chic de Manhattan, desayunaba muy elegante frente a una
tienda de diamantes, arquetípica del comercio en el que se especializaron los
judíos neoyorquinos; una bellísima, rubia y evanescente actriz norteamericana,
musa que fue del mago del suspense, se
había casado con un príncipe de un minúsculo país de opereta, con cara de pan,
y algo cabezón; un arzobispo ortodoxo que ostentaba la autoridad en una pequeña
isla mediterránea aparecía con profusión en cuanto noticiero se preciara en
esos años….
etc, etc, etc, ... (continuará)
Mientras tanto, yo, en Murcia, me dedicaba
leer tebeos apaisados y en blanco y negro del Capitán Trueno y a jugar al
fútbol, justo donde ahora oferta El Corte Inglés móviles y ordenadores.
(Texto: Mariano López- Acosta)
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