lunes, 17 de febrero de 2020

Estampas de los 60



 Arrancaba la década y un católico de estirpe irlandesa que un día se proclamaría berlinés alzaba un jovial Camelot en medio de los adustos y descarnados laberintos del poder. A miles de kilómetros, su par, un campesino eslavo que hizo revisionismo de la memoria del ogro georgiano y golpeó con un zapato la mesa en un plenario de la ONU, se había propuesto poner un cosmonauta en órbita para proclamar el triunfo del "hombre nuevo". Ambos dirigentes planetarios llegaron al borde del precipicio en torno a una isla caribeña con forma de lagarto, y a punto estuvieron de darle la razón a un inefable y rechoncho párroco a quien yo recuerdo en misa, los sábados por la tarde, conminándonos al más sincero arrepentimiento ante lo inevitable de un apocalíptico conflicto nuclear. Y era así, el mundo estaba polarizado en dos gigantescas placas tectónicas ideológicas que por aquel entonces tenían un interminable y duro punto de fricción, hasta echar chispas, en los territorios de lo que en tiempos fue la Indochina francesa.
 Ese cruel y áspero conflicto conmovía a la juventud del llamado "mundo libre" que renegaba de la generación de sus padres, prefería las flores a los fusiles, y se reunía en multitudinarios festivales musicales. Eran tiempos en que se experimentaba, en medio de una inocencia y una fe en el futuro conmovedoras, con sustancias que disparaban la dopamina y otros neurotransmisores cerebrales hasta que pudieras ver un submarino amarillo volando por encima de los edificios más altos de la ciudad. No había duda de que Lucy estaba en el cielo con diamantes.
 Se hablaba también por aquellos años de un cirujano que trasplantó el primer corazón. Y del terrible régimen de apartheid que había en su país. En los telediarios en blanco y negro de la época una veinteañera en minifalda copaba asimismo las noticias con su defensa de los católicos norirlandés.
 Además, cierta joven cantante italiana llegaba al convencimiento de que no tenía edad para amar; el presidente de la República Francesa reconocía que la bellísima actriz que muchos años después lucharía contra la cruel caza de los bebés de foca, ingresaba en el país con sus películas más divisas que la Peugeot; el heredero al trono del país que en el siglo XIX colonizó de muy mala manera y con gran crueldad el Congo (Vargas Llosa dixit) se unía en santas nupcias con una española muy pacata dando lugar a un matrimonio sin hijos, con fama de santurrón, y con un cuñado vividor en Marbella; una sublime cantante de ópera, cuyos seguidores parecían profesar una religión, formaba pareja con un multimillonario armador griego de cabellos blancos y enormes gafas de pasta negra, armador que terminaría desposándose con la viuda de quien forjó el Camelot washingtoniano (cuando se hablaba de la Nueva Frontera) ante la inconsolable y augusta tristeza de la intérprete de arias; la princesa repudiada por el soberano  de Oriente Medio que se creía continuador de la dinastía del legendario Ciro deambulaba inconsolable con su tristeza por las fiestas más glamurosas de la vieja Europa y protagonizaba las portadas de las  amables (en esa época) revistas del corazón; Scotland Yard era burlada y uno de los protagonistas del asalto del siglo gozaba de las playas de Río de Janeiro ante la imposibilidad de una extradición que acabara con su aventura  de película; un mediático púgil negro iba a prisión y era desposeído de su título de campeón ante su negativa a alistarse en la guerra  de las guerras de entonces; una aparentemente quebradiza y muy libre muchacha de duro pasado, de apartamento con gato y sweter de cuello vuelto, merodeadora y anfitriona de fiestas con lo más chic de Manhattan, desayunaba muy elegante frente a una tienda de diamantes, arquetípica del comercio en el que se especializaron los judíos neoyorquinos; una bellísima, rubia y evanescente actriz norteamericana, musa que fue del mago del suspense,  se había casado con un príncipe de un minúsculo país de opereta, con cara de pan, y algo cabezón; un arzobispo ortodoxo que ostentaba la autoridad en una pequeña isla mediterránea aparecía con profusión en cuanto noticiero se preciara en esos años….
etc, etc, etc, ... (continuará)
Mientras tanto, yo, en Murcia, me dedicaba leer tebeos apaisados y en blanco y negro del Capitán Trueno y a jugar al fútbol, justo donde ahora oferta El Corte Inglés móviles y ordenadores.
 (Texto: Mariano López- Acosta)

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