viernes, 24 de enero de 2020

El viaje iniciático del joven Bach



¿Qué mejor edad que la de la juventud para cruzar "rubicones" que nos marcarán la vida? ¿Cómo no apostarlo todo por esa quimera que sabemos que esconde en el fondo el secreto de nuestra felicidad?  A veces hay que tener el coraje de perseguir ese sueño que le dará sentido a nuestra existencia, aunque eso implique incertidumbres e incomprensión y nos haga soltar amarras con lo que consideramos más seguro.
 Eso fue lo que hizo Johan Sebastian Bach cuando con apenas 20 años recorrió a pie cerca de 400 kilómetros para, jugándose a la vez la protección que le daba su primer empleo remunerado como organista (que al final perdió) y arrostrando las penalidades de un viaje tan largo y en tan precarias condiciones, acceder a las enseñanzas magistrales de quien estaba considerado como el auténtico demiurgo de la música organística por aquel entonces, el danés Dietrich Buxtehude (1637- 1707). A estas alturas y con lo que conocemos, se puede considerar que ese viaje tuvo una importancia trascendental. Quizá sin esa aventura yo no estaría ahora escribiendo sobre Bach y nadie de quien lea estas líneas habría sabido nunca de su existencia. Cualquiera sabe.
El caso es que por aquel entonces el joven músico ostentaba el puesto de organista de la Iglesia Nueva (Neuekirche) de Arnstadt, en Turingia...  pero antes de continuar con Bach, nos trasladaremos a Lübeck, a 400 kilómetros más hacia el norte.

 En esta ciudad, capital que fue de la poderosa Liga Hanseática, en la iglesia de Santa María (Marienkirche) desempeñaba el puesto de maestro de capilla Dietrich Buxtehude. Éste había nacido en un territorio de la actual Suecia que en aquel tiempo pertenecía al reino de Dinamarca. Hay que explicar también, por otra parte, que en la Alemania septentrional se había llegado a la máxima excelencia a la hora de construir órganos de iglesia. Los maestros artesanos que se encargaban de la fabricación de estos enormes instrumentos habían llegado a unas cotas de calidad no conocidas hasta entonces en ningún otro lugar del viejo continente.  Es importante saber esto para comprender las condiciones en las que había alzado el vuelo la música de Buxtehude. Su técnica, además, era portentosa y su calidad compositiva impresionaba a quienes tenían la suerte de acceder a sus obras. Tal sería el caso del adolescente Bach, cuando estudiaba música de la mano de su hermano mayor Johann Christoph, que se había hecho cargo de él tras quedar huérfano de padre y madre en plena infancia. Es posible que alguna partitura de carácter docente del maestro germano-danés hubiera caído ya entonces entre sus manos. A partir de ahí habría arraigado en el espíritu del jovencísimo Bach la idea de visitar al viejo maestro tan pronto como le fuese posible.
 Como decíamos, Buxtehude desempeñaba su labor musical como organista en la Iglesia de Santa María (Marienkirche) de Lübeck, desde donde irradiaba su talento a los más lejanos lugares de Europa. Unas de sus iniciativas más célebres fue la organización de los Abendmusik o Conciertos de Adviento que gozaron de gran fama y le aureolaron de prestigio. Grandes celebridades de la música viajaban desde muy lejos para asistir a ellos. Estos conciertos establecieron una tradición que se propagó por numerosas ciudades europeas y que llega hasta nuestros días.
 En el otoño de 1705 un joven y animoso Bach pactó con el concejo de Arnstadt  el poder ausentarse durante cuatro semanas de sus funciones como organista de la Neuekirche (Iglesia nueva) para emprender su viaje a Lübeck en pos de las enseñanzas de Buxtehude. Así, como un hippie del Barroco, con su hato a las espaldas, se echó a los caminos de la Alemania de la época (más bien el gaseoso Sacro Imperio Germánico) y emprendió a pie un viaje que le cambiaría la vida.
Una vez llegado a su destino le fue posible acceder por fin a esos elevados conocimientos musicales, imposibles de encontrar si no era a través de las enseñanzas proporcionadas por un casi septuagenario Buxtehude. Además, habría sido digna de ver la fascinación que debió sentir al comprobar las inmensas posibilidades técnicas y sonoras que le ofrecía el órgano de la Marienkirche. Eso era como entrar en una dimensión insospechada. Era la posibilidad de dar cauce con una libertad absoluta al talento innato que atesoraba. (Bach, posteriormente, a lo largo de su vida, pugnaría con los lutieres marcándoles directrices para optimizar al máximo las capacidades y prestaciones de los instrumentos que le construían).
 La crítica musical corroboraría mucho después que las composiciones del joven Bach dieron un giro copernicano después de su estancia en Lubeck. La complejidad de sus preludios y fugas se intensificó, las estructuras musicales de sus nuevas piezas adquirieron una riqueza no vista hasta entonces y su modo improvisatorio se desbocó hasta extremos no conocidos.
 Pero el tiempo se agotaba y las cuatro semanas de permiso tocaban a su fin. Además llegaba la Navidad, con la promesa cierta de una intensificación de las actividades musicales de Buxtehude en Marienkirche y el aliciente de los Abendmusik. Y es entonces cuando Bach decide soltar amarras, cruza su Rubicón particular  y opta por no regresar a Arnstadt. Cuatro meses pasará en Lübeck completando su formación musical. Es un camino de no retorno.
Al volver a Arnstadt el consistorio lo emplaza para dar explicaciones de su dilatada ausencia. Fuera porque éstas no convencieron a lo gerifaltes de Neuekirche o fuera porque él ya no era el mismo y no se veía en un ámbito que ya se le quedaba pequeño, el caso es que fue despedido de su cargo y abandonó la ciudad. De todas formas no tardaría mucho en encontrar un nuevo puesto de organista en Mülhausen con mejores medios, intérpretes de mucho más nivel para ejecutar sus composiciones musicales y mayor proyección para su ascendente carrera.

 Bach pudo haberse establecido en Lübeck y suceder a Buxtehude, ya prácticamente un anciano, en su puesto de organista y director musical de capilla. Como era costumbre en los medios gremiales y artesanales de la época, cuando un maestro se retiraba un discípulo suyo le sucedía con la condición de casarse con una alguna de sus hijas. Era una forma de asegurar una descendencia, de continuar con una dinastía musical o artesanal. Pero Bach rehusó comprometerse y emparentar con el maestro. Se da el caso curioso de que otros dos músicos, anteriormente, habían rechazado también casarse con la hija del gran músico germano- danés. No se quedó para vestir santos de todas formas la joven Anna Margaretta, que así se llamaba ésta, puesto que al fin terminó desposándose con Johann Christian Schieferdecker, otro discípulo de su padre.
 Bach, tras la experiencia de Lübeck creció musicalmente y se fue elevando hasta el extremo sublime que todos conocemos. Con él, las formas musicales conocidas hasta entonces llegan a los límites más insospechados, la arquitectura de las fugas adquiere una sofisticación inalcanzable, el contrapunto exprime al máximo sus posibilidades. Bien podemos decir que agota, con una sabiduría y una profundidad inéditas, todas las capacidades del lenguaje musical conocido hasta entonces. A partir de ahí solo cabrá iniciar caminos nuevos, puesto que él, como un huracán, arrasa todo el paisaje de la música de su tiempo. De eso, de iniciar nuevas andaduras ya se encargarán los Mozart, Beethoven,etc que vengan después.
 Es posible que en su vejez Johann Sebastian  recordara con nostalgia aquellas larguísimas caminatas de su juventud camino de Lübeck, cuando el ansia de los pocos años le impulsaba a recorrer el mundo para conseguir su sueño. De nada hubiera servido, a pesar de todo, la formación y el conocimiento que adquirió con Buxtehude si no hubiera partido del inmenso talento natural de que disponía. Era un elegido.

(Texto: Mariano López- Acosta)

Imágenes:
 Dominio público, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=50167
De Johannes Voorhout - Voorhout_Domestic_Music_Scene.jpgderivative work: Vanzanten (talk), 2010-01-23 13:30 (UTC), Dominio público, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=9053900

domingo, 12 de enero de 2020

En torno al acto de la creación literaria. Don Quijote y Unamuno. Literatura más allá de la muerte




Hace ya bastantes años (¿finales de los 80? ¿primeros de los 90?) leí en el suplemento cultural de un diario una referencia a cierto relato - más adelante desvelaré su contenido-que por su singularidad me hizo cavilar sobre la esencia última de la literatura.
Reflexionando sobre el origen de ésta, podríamos decir que desde siempre ha sentido el ser humano la necesidad de fabular, de contar historias que facilitasen la evasión de una realidad demasiado "real", de abstraerse de cotidianidades opresivas mediante alguna narración que abriera puertas insospechadas por donde huir, que diera profundidad a la existencia creando una mirada paralela.  Estoy convencido de que cuando se reunían junto al fuego en las frías noches de invierno los cavernarios hombres del Paleolítico, ya había algún maestro de la invención que creaba historias con que soñar y volar hacia territorios no imaginados hasta ese momento que evadieran de la dura tarea de la caza y la lucha contra otros clanes rivales.
 Por otra parte, hace muchos años leí "Vida de don Quijote y Sancho", de Unamuno. En este libro, escrito a rebufo del tercer centenario de la gran obra, el escritor vasco llega a considerar tan real a don Quijote como a Cervantes. Llegaba a decir que el héroe cervantino estaba en la eternidad, y por tanto, considerando ese tan vasto concepto, nadie podía convencerle a él de que no hubiera existido o no fuera a existir alguna vez. Bueno, dejando aparte los apasionados sofismas del intelectual del 98, el mensaje que se deduciría de esa literaria profesión de fe es que mediante el cultivo de las letras uno puede adentrarse en otras realidades y "creérselas", hacerlas parte de la propia vida sin necesidad de caer en alguna disfunción psíquica de desfavorable diagnóstico.
 Cabría decir también que el vehículo a través del cual se va a comunicar la obra creada debería de ser algo secundario. Evidentemente las primeras literaturas de la Humanidad son de transmisión oral, antes de ser fijadas por la escritura. Muchas historias narrativas han recorrido de ese modo geografías y generaciones hasta llegar a nuestros días con la frescura de los primeros tiempos.
Pues bien, para no extenderme más (estas reflexiones sobre el hecho literario darían para páginas y más páginas) voy a volver a lo que anuncié al principio, al relato referido en aquel antiguo suplemento cultural.
En él, el enfoque sobre la comunicación y el soporte de la obra creada nos da una vuelta de tuerca tal que conduce a plantearnos sin ambages la esencia más profunda de la literatura. El relato trata de un escritor que es encarcelado (no recuerdo ahora las circunstancias de ese hecho) y despojado en prisión de cualquier medio de escritura. Entonces, la narración inacabada que llevaba entre manos la va "escribiendo" mentalmente, corrigiéndola, ampliándola, puliéndola... hasta que llega un momento en que tropieza con la insalvable dificultad de componer un final de relato acorde con el desarrollo de la historia. En esas se le comunica que va a ser fusilado. La noticia provoca en él una desesperada preocupación por hallar cuanto antes un desenlace digno para la obra literaria que está creando. Por fin lo consigue, momentos antes de morir, ya ante el pelotón de fusilamiento. En ese instante se despide de la vida con la plenitud que le provoca la sensación de haber culminado su obra, que solo él conoce y que se llevará a la tumba. ¿Habrá metáfora mejor que ésta para describir el núcleo último y más profundo del proceso creativo? Es la génesis literaria pura y escueta, libre, despojada de cualquier artificio ajeno a su propia sustancia. Es además una prueba de cómo alguien puede consagrar su vida a la literatura, pasando las mayores estrecheces imaginables con la esperanza de que su obra consumada le redimirá de todo, no importa cuándo, quizá muchos años después de su muerte.
  Por cierto, intentaré hacer una excavación arqueológica en el trastero de mi casa para ver si encuentro el suplemento cultural en el que tuve noticia de ese relato. Supongo que a estas alturas habrá que hacerle la prueba del Carbono 14.

(Texto: Mariano López-Acosta)

domingo, 5 de enero de 2020

Las novelas de aventuras de nuestra infancia





 Recuerdo alguna convalecencia que me tuvo en cama allá por la niñez, (¿anginas?, puede ser, a mí me operaron tardíamente), a base de antibióticos de la época, en que algún libro de aventuras me hizo más llevaderas las horas interminables de tedio a una edad en que el aburrimiento puede convertirse en un castigo bíblico.
 No sé cuáles sean las lecturas infantiles y juveniles de hoy en día. Desconozco si sobre la mesilla de noche de los niños y adolescentes de ahora descansan 20.000 leguas de viaje submarino, 5 semanas en globo, La isla del tesoro, Robinsón Crusoe, Un capitán de 15 años, La isla de coral, El libro de las tierras vírgenes,  etc. No creo que la entrada en el sueño de quienes son en este momento los dueños del futuro se vea acompañada de las lecturas mencionadas o de otras del mismo tenor. Y si se diera el caso de que fueran éstos los libros de cabecera de nuestros hijos y nietos, estoy convencido de que la mirada actual sobre ellos sería distinta a la que nosotros posamos en nuestra lejana infancia al leerlos.
 Yo creo que los de nuestra generación transitamos por la niñez imbuidos de paradigmas cuyo anclaje arrancaba prácticamente, aunque fuera ya de forma difusa,  en el siglo XIX. Hay que considerar que en  los 60 se fueron culminando los últimos procesos descolonizadores y se cerró, de alguna manera, un larguísimo ciclo que había comenzado con la Revolución Industrial.
 A comienzos del Ochocientos, en Inglaterra sobre todo,  se inicia una era en que la elaboración artesanal y gremial irá periclitando y será sustituida, en una fulgurante transición, por la producción fabril a gran escala, con las consecuencias ya conocidas por todos: nacimiento de una nueva clase social -el proletariado-, la necesidad de apertura de  nuevos y populosos mercados para colocar la ingente cantidad de nuevos productos fabricados a nivel industrial y la demanda de materias primas para alimentar la cada vez más intensa cadena de producción.
 La vieja Europa descubre entonces lo grande que es el mundo, la inmensidad de los océanos y la enorme cantidad de tierras vírgenes plagadas de riquezas naturales  que quedan por descubrir. El avance de la tecnología propicia la mejora de las comunicaciones y de los transportes. Occidente siente que ha llegado a una mayoría de edad que le legitima para ejercer la potestad de manera paternalista sobre muchas civilizaciones consideradas entonces atrasadas y llegadas tardíamente al tren de Historia. Hay mucha teorización ideológica en esa época sobre el deber moral de civilizar a tanto pueblo que se consideraba infradesarrollado y con atraso de siglos. Se da un claro etnocentrismo que se considera justificado por el inobjetable nivel de desarrollo de las sociedades occidentales.
 Inglaterra, cuna de la Revolución Industrial, con su progresivo dominio de los mares será también la abanderada del ensanche de espacios planetarios,  explorando hasta lo más intrincado de África, dominando el gran subcontinente indostánico y no dejando isla ni islote, por pequeño que sea, sin cobijar bajo la bandera del Imperio. Y sí, el XIX será un siglo inglés.
 Como decíamos, la vieja, anquilosada, gris e invernal Europa vislumbra inmensos horizontes y paraísos no imaginados hasta entonces, e interioriza que en el ancho mundo no solo hay montañas, ríos, valles y paisanos sino tupidas e inextricables selvas, desiertos que provocan espejismos salpicados de  oasis , cataratas, tifones, islas coralinas... y tribus, pueblos exóticos, seres humanos muy diferentes e impensados, culturas ancestrales con ritos y códigos inimaginables... la visión del mundo cambia y la imaginación vuela. Cuando el hastío se cierna sobre la gris y apagada vida cotidiana de los viejos, oscuros y lóbregos burgos europeos, habrá alguien que piense en jardines del edén que se hallan más allá de los océanos. Y se va creando un imaginario para practicar un escapismo mental que atenúe la dureza y mediocridad de la rutina diaria.
La literatura es el gran entretenimiento   en el XIX. Los folletines tienen suspensos a los lectores a la espera del próximo "continuará...", de la siguiente entrega. La nueva visión del mundo impregna la creación literaria y esos recién descubiertos territorios lejanos y exóticos serán tema de inspiración para novelas que harán volar con la imaginación hacia latitudes remotas y pueblos desconocidos. Nacerá una narrativa de aventuras con una aparente vertiente juvenil pero que en ocasiones no dejará de contener un trasfondo social y filosófico. Todo esto creará  una cultura literaria de carácter popular que llegará prácticamente  hasta nuestros días.  Se trata de todo un género que ha llenado la imaginación de generaciones y generaciones de lectores y espectadores, pues de los libros pasó a las pantallas, a los tebeos y a los álbumes  y dio lugar a tópicos, lugares comunes y situaciones recurrentes  totalmente reconocibles que forman ya parte de nuestra memoria colectiva.
Así, ya no sabemos dónde hemos leído o visto episodios en los que el protagonista ha de sortear unas peligrosas arenas movedizas, o en que mientras se baña la bella heroína,   un alertado  y sibilino cocodrilos se zambuye en las aguas del río. Este último lance se resolverá siempre, por cierto, cuando el héroe coloque una estaca entre las fauces del reptil.
¿Y cuándo tuvimos noticias por primera vez de esa cerbatana impregnada de curare y de esos temibles jíbaros que podían reducir cabezas?
También nos resulta familiar esa tabla adosada a la cubierta del galeón desde donde los represaliados contemplan resignados las aletas de los tiburones que les esperan, aunque en el siguiente "continuará" la situación puede dar un giro de 180 grados.
Tifones en el Mar de la China, monos jugando en templos hinduista abandonados e invadidos por la exuberante vegetación de la jungla, las precauciones del Nautilus al atravesar el Mar de los Sargazos, islas llenas de cocoteros habitadas por algún solitario náufrago, playas vírgenes con algún tesoro procedente de galeones abordados escondido en sus arenas, tierras faraónicas con alguna momia de por medio que emitió  en su momento una funesta maldición, tribus salvajes hablando en infinitivo para comunicarse con los protagonistas, trampas para elefantes en las que caerá algún explorador desafortunado, emboscadas en la manigua con el machete bien apretado entre los dientes... todas esas escenas crean un imaginario que nos puede remitir a las lecturas nocturnas efectuadas después de resolver problemas de quebrados o de polinomios si hacíamos bien los deberes, a películas de las sobremesas de los sábados cuando solo había dos cadenas de televisión, a intercambio de cromos en el recreo...
Como decía al principio, allá por los 60 ciertos paradigmas eran casi más propios del siglo XIX que de ahora, parte de esa literatura que nos llegaba con el largo arrastre del ciclo colonizador iniciado más de cien años atrás y que formalmente tocaba a su fin posiblemente estaba teñida de un etnocentrismo que ahora es historia pasada en un mundo globalizado y multicultural, con tanto país emergente que comenzará a emitir  su propio sistema de señales, no lo sé. Lo que sí sé es que somos hijos de nuestro tiempo y nadie me puede arrebatar las horas espléndidas que pasé leyendo esos libros y tebeos y viendo esas películas.
Al final, creo que casi como a todos los de nuestra generación, me operaron de anginas. Pero como ahora hay virus que te pueden dejar en el dique seco durante unos días, si se diera ese caso lo aprovecharé para releer por tercera o cuarta vez La isla del tesoro.

(Texto: Mariano López-Acosta)