domingo, 5 de enero de 2020

Las novelas de aventuras de nuestra infancia





 Recuerdo alguna convalecencia que me tuvo en cama allá por la niñez, (¿anginas?, puede ser, a mí me operaron tardíamente), a base de antibióticos de la época, en que algún libro de aventuras me hizo más llevaderas las horas interminables de tedio a una edad en que el aburrimiento puede convertirse en un castigo bíblico.
 No sé cuáles sean las lecturas infantiles y juveniles de hoy en día. Desconozco si sobre la mesilla de noche de los niños y adolescentes de ahora descansan 20.000 leguas de viaje submarino, 5 semanas en globo, La isla del tesoro, Robinsón Crusoe, Un capitán de 15 años, La isla de coral, El libro de las tierras vírgenes,  etc. No creo que la entrada en el sueño de quienes son en este momento los dueños del futuro se vea acompañada de las lecturas mencionadas o de otras del mismo tenor. Y si se diera el caso de que fueran éstos los libros de cabecera de nuestros hijos y nietos, estoy convencido de que la mirada actual sobre ellos sería distinta a la que nosotros posamos en nuestra lejana infancia al leerlos.
 Yo creo que los de nuestra generación transitamos por la niñez imbuidos de paradigmas cuyo anclaje arrancaba prácticamente, aunque fuera ya de forma difusa,  en el siglo XIX. Hay que considerar que en  los 60 se fueron culminando los últimos procesos descolonizadores y se cerró, de alguna manera, un larguísimo ciclo que había comenzado con la Revolución Industrial.
 A comienzos del Ochocientos, en Inglaterra sobre todo,  se inicia una era en que la elaboración artesanal y gremial irá periclitando y será sustituida, en una fulgurante transición, por la producción fabril a gran escala, con las consecuencias ya conocidas por todos: nacimiento de una nueva clase social -el proletariado-, la necesidad de apertura de  nuevos y populosos mercados para colocar la ingente cantidad de nuevos productos fabricados a nivel industrial y la demanda de materias primas para alimentar la cada vez más intensa cadena de producción.
 La vieja Europa descubre entonces lo grande que es el mundo, la inmensidad de los océanos y la enorme cantidad de tierras vírgenes plagadas de riquezas naturales  que quedan por descubrir. El avance de la tecnología propicia la mejora de las comunicaciones y de los transportes. Occidente siente que ha llegado a una mayoría de edad que le legitima para ejercer la potestad de manera paternalista sobre muchas civilizaciones consideradas entonces atrasadas y llegadas tardíamente al tren de Historia. Hay mucha teorización ideológica en esa época sobre el deber moral de civilizar a tanto pueblo que se consideraba infradesarrollado y con atraso de siglos. Se da un claro etnocentrismo que se considera justificado por el inobjetable nivel de desarrollo de las sociedades occidentales.
 Inglaterra, cuna de la Revolución Industrial, con su progresivo dominio de los mares será también la abanderada del ensanche de espacios planetarios,  explorando hasta lo más intrincado de África, dominando el gran subcontinente indostánico y no dejando isla ni islote, por pequeño que sea, sin cobijar bajo la bandera del Imperio. Y sí, el XIX será un siglo inglés.
 Como decíamos, la vieja, anquilosada, gris e invernal Europa vislumbra inmensos horizontes y paraísos no imaginados hasta entonces, e interioriza que en el ancho mundo no solo hay montañas, ríos, valles y paisanos sino tupidas e inextricables selvas, desiertos que provocan espejismos salpicados de  oasis , cataratas, tifones, islas coralinas... y tribus, pueblos exóticos, seres humanos muy diferentes e impensados, culturas ancestrales con ritos y códigos inimaginables... la visión del mundo cambia y la imaginación vuela. Cuando el hastío se cierna sobre la gris y apagada vida cotidiana de los viejos, oscuros y lóbregos burgos europeos, habrá alguien que piense en jardines del edén que se hallan más allá de los océanos. Y se va creando un imaginario para practicar un escapismo mental que atenúe la dureza y mediocridad de la rutina diaria.
La literatura es el gran entretenimiento   en el XIX. Los folletines tienen suspensos a los lectores a la espera del próximo "continuará...", de la siguiente entrega. La nueva visión del mundo impregna la creación literaria y esos recién descubiertos territorios lejanos y exóticos serán tema de inspiración para novelas que harán volar con la imaginación hacia latitudes remotas y pueblos desconocidos. Nacerá una narrativa de aventuras con una aparente vertiente juvenil pero que en ocasiones no dejará de contener un trasfondo social y filosófico. Todo esto creará  una cultura literaria de carácter popular que llegará prácticamente  hasta nuestros días.  Se trata de todo un género que ha llenado la imaginación de generaciones y generaciones de lectores y espectadores, pues de los libros pasó a las pantallas, a los tebeos y a los álbumes  y dio lugar a tópicos, lugares comunes y situaciones recurrentes  totalmente reconocibles que forman ya parte de nuestra memoria colectiva.
Así, ya no sabemos dónde hemos leído o visto episodios en los que el protagonista ha de sortear unas peligrosas arenas movedizas, o en que mientras se baña la bella heroína,   un alertado  y sibilino cocodrilos se zambuye en las aguas del río. Este último lance se resolverá siempre, por cierto, cuando el héroe coloque una estaca entre las fauces del reptil.
¿Y cuándo tuvimos noticias por primera vez de esa cerbatana impregnada de curare y de esos temibles jíbaros que podían reducir cabezas?
También nos resulta familiar esa tabla adosada a la cubierta del galeón desde donde los represaliados contemplan resignados las aletas de los tiburones que les esperan, aunque en el siguiente "continuará" la situación puede dar un giro de 180 grados.
Tifones en el Mar de la China, monos jugando en templos hinduista abandonados e invadidos por la exuberante vegetación de la jungla, las precauciones del Nautilus al atravesar el Mar de los Sargazos, islas llenas de cocoteros habitadas por algún solitario náufrago, playas vírgenes con algún tesoro procedente de galeones abordados escondido en sus arenas, tierras faraónicas con alguna momia de por medio que emitió  en su momento una funesta maldición, tribus salvajes hablando en infinitivo para comunicarse con los protagonistas, trampas para elefantes en las que caerá algún explorador desafortunado, emboscadas en la manigua con el machete bien apretado entre los dientes... todas esas escenas crean un imaginario que nos puede remitir a las lecturas nocturnas efectuadas después de resolver problemas de quebrados o de polinomios si hacíamos bien los deberes, a películas de las sobremesas de los sábados cuando solo había dos cadenas de televisión, a intercambio de cromos en el recreo...
Como decía al principio, allá por los 60 ciertos paradigmas eran casi más propios del siglo XIX que de ahora, parte de esa literatura que nos llegaba con el largo arrastre del ciclo colonizador iniciado más de cien años atrás y que formalmente tocaba a su fin posiblemente estaba teñida de un etnocentrismo que ahora es historia pasada en un mundo globalizado y multicultural, con tanto país emergente que comenzará a emitir  su propio sistema de señales, no lo sé. Lo que sí sé es que somos hijos de nuestro tiempo y nadie me puede arrebatar las horas espléndidas que pasé leyendo esos libros y tebeos y viendo esas películas.
Al final, creo que casi como a todos los de nuestra generación, me operaron de anginas. Pero como ahora hay virus que te pueden dejar en el dique seco durante unos días, si se diera ese caso lo aprovecharé para releer por tercera o cuarta vez La isla del tesoro.

(Texto: Mariano López-Acosta)

No hay comentarios:

Publicar un comentario