Recuerdo alguna convalecencia que me tuvo
en cama allá por la niñez, (¿anginas?, puede ser, a mí me operaron
tardíamente), a base de antibióticos de la época, en que algún libro de
aventuras me hizo más llevaderas las horas interminables de tedio a una edad en
que el aburrimiento puede convertirse en un castigo bíblico.
No
sé cuáles sean las lecturas infantiles y juveniles de hoy en día. Desconozco si
sobre la mesilla de noche de los niños y adolescentes de ahora descansan 20.000
leguas de viaje submarino, 5 semanas en globo, La isla del tesoro, Robinsón
Crusoe, Un capitán de 15 años, La isla de coral, El libro de las tierras
vírgenes, etc. No creo que la entrada en
el sueño de quienes son en este momento los dueños del futuro se vea acompañada
de las lecturas mencionadas o de otras del mismo tenor. Y si se diera el caso
de que fueran éstos los libros de cabecera de nuestros hijos y nietos, estoy
convencido de que la mirada actual sobre ellos sería distinta a la que nosotros
posamos en nuestra lejana infancia al leerlos.
Yo
creo que los de nuestra generación transitamos por la niñez imbuidos de
paradigmas cuyo anclaje arrancaba prácticamente, aunque fuera ya de forma
difusa, en el siglo XIX. Hay que
considerar que en los 60 se fueron
culminando los últimos procesos descolonizadores y se cerró, de alguna manera,
un larguísimo ciclo que había comenzado con la Revolución Industrial.
A
comienzos del Ochocientos, en Inglaterra sobre todo, se inicia una era en que la elaboración
artesanal y gremial irá periclitando y será sustituida, en una fulgurante
transición, por la producción fabril a gran escala, con las consecuencias ya
conocidas por todos: nacimiento de una nueva clase social -el proletariado-, la
necesidad de apertura de nuevos y
populosos mercados para colocar la ingente cantidad de nuevos productos
fabricados a nivel industrial y la demanda de materias primas para alimentar la
cada vez más intensa cadena de producción.
La
vieja Europa descubre entonces lo grande que es el mundo, la inmensidad de los
océanos y la enorme cantidad de tierras vírgenes plagadas de riquezas
naturales que quedan por descubrir. El
avance de la tecnología propicia la mejora de las comunicaciones y de los
transportes. Occidente siente que ha llegado a una mayoría de edad que le legitima
para ejercer la potestad de manera paternalista sobre muchas civilizaciones
consideradas entonces atrasadas y llegadas tardíamente al tren de Historia. Hay
mucha teorización ideológica en esa época sobre el deber moral de civilizar a
tanto pueblo que se consideraba infradesarrollado y con atraso de siglos. Se da
un claro etnocentrismo que se considera justificado por el inobjetable nivel de
desarrollo de las sociedades occidentales.
Inglaterra,
cuna de la Revolución Industrial, con su progresivo dominio de los mares será
también la abanderada del ensanche de espacios planetarios, explorando hasta lo más intrincado de África,
dominando el gran subcontinente indostánico y no dejando isla ni islote, por
pequeño que sea, sin cobijar bajo la bandera del Imperio. Y sí, el XIX será un
siglo inglés.
Como
decíamos, la vieja, anquilosada, gris e invernal Europa vislumbra inmensos
horizontes y paraísos no imaginados hasta entonces, e interioriza que en el
ancho mundo no solo hay montañas, ríos, valles y paisanos sino tupidas e
inextricables selvas, desiertos que provocan espejismos salpicados de oasis , cataratas, tifones, islas
coralinas... y tribus, pueblos exóticos, seres humanos muy diferentes e
impensados, culturas ancestrales con ritos y códigos inimaginables... la visión
del mundo cambia y la imaginación vuela. Cuando el hastío se cierna sobre la
gris y apagada vida cotidiana de los viejos, oscuros y lóbregos burgos
europeos, habrá alguien que piense en jardines del edén que se hallan más allá
de los océanos. Y se va creando un imaginario para practicar un escapismo
mental que atenúe la dureza y mediocridad de la rutina diaria.
La literatura es el gran
entretenimiento en el XIX. Los
folletines tienen suspensos a los lectores a la espera del próximo "continuará...",
de la siguiente entrega. La nueva visión del mundo impregna la creación
literaria y esos recién descubiertos territorios lejanos y exóticos serán tema
de inspiración para novelas que harán volar con la imaginación hacia latitudes
remotas y pueblos desconocidos. Nacerá una narrativa de aventuras con una
aparente vertiente juvenil pero que en ocasiones no dejará de contener un
trasfondo social y filosófico. Todo esto creará
una cultura literaria de carácter popular que llegará prácticamente hasta nuestros días. Se trata de todo un género que ha llenado la
imaginación de generaciones y generaciones de lectores y espectadores, pues de
los libros pasó a las pantallas, a los tebeos y a los álbumes y dio lugar a tópicos, lugares comunes y
situaciones recurrentes totalmente
reconocibles que forman ya parte de nuestra memoria colectiva.
Así, ya no sabemos dónde hemos leído o
visto episodios en los que el protagonista ha de sortear unas peligrosas arenas
movedizas, o en que mientras se baña la bella heroína, un alertado
y sibilino cocodrilos se zambuye en las aguas del río. Este último lance
se resolverá siempre, por cierto, cuando el héroe coloque una estaca entre las
fauces del reptil.
¿Y cuándo tuvimos noticias por primera vez
de esa cerbatana impregnada de curare y de esos temibles jíbaros que podían reducir
cabezas?
También nos resulta familiar esa tabla
adosada a la cubierta del galeón desde donde los represaliados contemplan
resignados las aletas de los tiburones que les esperan, aunque en el siguiente
"continuará" la situación puede dar un giro de 180 grados.
Tifones en el Mar de la China, monos
jugando en templos hinduista abandonados e invadidos por la exuberante
vegetación de la jungla, las precauciones del Nautilus al atravesar el Mar de
los Sargazos, islas llenas de cocoteros habitadas por algún solitario náufrago,
playas vírgenes con algún tesoro procedente de galeones abordados escondido en
sus arenas, tierras faraónicas con alguna momia de por medio que emitió en su momento una funesta maldición, tribus
salvajes hablando en infinitivo para comunicarse con los protagonistas, trampas
para elefantes en las que caerá algún explorador desafortunado, emboscadas en
la manigua con el machete bien apretado entre los dientes... todas esas escenas
crean un imaginario que nos puede remitir a las lecturas nocturnas efectuadas
después de resolver problemas de quebrados o de polinomios si hacíamos bien los
deberes, a películas de las sobremesas de los sábados cuando solo había dos
cadenas de televisión, a intercambio de cromos en el recreo...
Como decía al principio, allá por los 60
ciertos paradigmas eran casi más propios del siglo XIX que de ahora, parte de
esa literatura que nos llegaba con el largo arrastre del ciclo colonizador
iniciado más de cien años atrás y que formalmente tocaba a su fin posiblemente
estaba teñida de un etnocentrismo que ahora es historia pasada en un mundo
globalizado y multicultural, con tanto país emergente que comenzará a
emitir su propio sistema de señales, no
lo sé. Lo que sí sé es que somos hijos de nuestro tiempo y nadie me puede
arrebatar las horas espléndidas que pasé leyendo esos libros y tebeos y viendo
esas películas.
Al final, creo que casi como a todos los
de nuestra generación, me operaron de anginas. Pero como ahora hay virus que te
pueden dejar en el dique seco durante unos días, si se diera ese caso lo
aprovecharé para releer por tercera o cuarta vez La isla del tesoro.
(Texto: Mariano López-Acosta)
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