martes, 17 de diciembre de 2019

La saga de los Rius. Cierta estampa de Murcia. Don Mariano Ruiz Funes, catedrático de Derecho Penal.



¿Alguien recuerda una serie de televisión del año 76 llamada "La saga de los Rius”, basada en una trilogía de novelas (Mariona Rebull, El viudo Rius y Desiderio) del escritor barcelonés Ignacio Agustí? Tuvo mucho éxito en su momento; en el reparto aparecían Fernando Guillén y Maribel Martín como protagonistas, junto a Emilio Gutiérrez Cava, Victoria Vera, José María Caffarel, Teresa Gimpera, Mari Carmen Prendes, Ramiro Oliveros, Ágata Lys,etc ; además se llevó algún que otro premio prestigioso.
 Creo recordar que la emitían los domingos por la noche. A mi me pilló en mi época de estudiante. La veíamos en el piso de unos compañeros. Un rato antes de que comenzara descongelaban éstos unas barras de pan y cenábamos bocadillos de atún y mayonesa  mientras permanecíamos muy atentos a la pantalla del televisor.
 En esos tiempos  en que la telebasura ni siquiera se intuía y en que masivas audiencias seguían con fidelidad obras de teatro clásico interpretadas por elencos que alcanzaban la excelencia,  estos capítulos emitidos en las noches previas a los difíciles lunes fueron todo un fenómeno televisivo y nos permitieron recorrer las peripecias vitales de tres generaciones de burgueses catalanes enriquecidos con la industria textil,  durante cuarenta convulsos años, en el tiempo que va desde finales del siglo XIX y las primeras décadas del XX.
Ya digo, con esta serie, una muy interesante época de nuestro cercano pasado quedó retratada magistralmente y sacó del olvido la obra de un novelista que en cierto modo no dejaba de ser un producto de su tiempo y de su realidad social.
 Para dar una vuelta de tuerca más a esto que escribo y establecer una, a priori, impensable relación de todo lo antedicho con Murcia, con nuestra ciudad, he de decir que unos pocos años después de la emisión de la serie, todavía en los 70, cayó en mis manos una autobiografía de Ignacio Agustí, entregada a la imprenta muy poco antes de fallecer el autor. Fue publicada póstumamente con el nombre de "Ganas de hablar". Está escrita de forma muy amena y nos da cuenta de una existencia muy rica en conocimiento y cercanía a gente muy interesante en multitud de campos, gente que ha protagonizado en realidad nuestra reciente historia. Pues bien, en un pasaje de estas memorias levanta acta el novelista catalán de una estancia de quince días en Murcia, durante su juventud.
Estamos en los años 30. Ignacio Agustí es un joven alumno de Derecho de la Universidad de Barcelona y ejerce también el periodismo, complicándose esta compaginación de actividades al no permitir su centro universitario las matrículas por libre y exigir la asistencia a clase. Ante esta dificultad, él y otros compañeros deciden matricularse en la Universidad de Murcia para ir directamente a los exámenes finales sin necesidad de comparecer en las aulas a lo largo del curso.
 Cuando llega junio cogen un barco en Barcelona que los lleva a Alicante. Y desde allí, tras tomar un tren, llegan a la estación del Carmen en la capital murciana. En ella, según narra, los recibe un enjambre de limpiabotas que les ofrecen toda clase de servicios e informaciones, desde llevar las maletas hasta cantarles flamenco, aparte de lustrarles el calzado, claro. A continuación toman una tartana y se dirigen al hotel. Quince días pasarán más tarde Ignacio Agustí y sus compañeros en una pensión preparando el examen de Derecho Penal.
 En la descripción que el escritor hace de esas dos semanas murcianas en su autobiografía caben anécdotas y personajes muy interesantes. Quien se lleva el protagonismo de manera clara en el relato que de su estancia hace el novelista barcelonés es el insigne catedrático de Derecho penal Mariano Ruiz-Funes. La semblanza que hace de él nos lo muestra como un hombre de un prestigio inmenso, incontestable, en amplias capas de la sociedad murciana. Será quien le examine y le apruebe la asignatura. Antológica es la descripción  de su periplo en un carruaje  tirado por un caballo diestramente conducido por su fiel chófer por las empedradas calles de Murcia,  saludando cortésmente a quienes con admiración se descubren educadamente y le dan los buenos días, hasta llegar al recinto universitario para dar sus clases. Agustí dice entonces que aquel hombre que desprendía bonhomía a su paso se transformaba en un hueso -justo, pero un hueso- dentro del aula a la hora de examinar. De hecho el escritor entra en detalles y refiere que en esa convocatoria, de 200 presentados aprobaron 40, dentro de estos últimos los catalanes. Lo describe, no obstante, como un magnífico docente y manifiesta que una papeleta con un simple aprobado de don Mariano "provocaba reverencias y su poseedor se hacía respetar por los demás".
 También nos cuenta el barcelonés cómo descubren que el eminente jurista tenía un hermano propietario de una confitería. Hacia ella se dirigen de vez en cuando a comprar bombones "porque nunca se sabe por dónde puede venir la suerte", en esos ataques de superstición que aquejan incluso a los estudiantes más racionalistas en momentos desesperados.
Alguna que otra anécdota en tono amable y desenfadado es relatada en esta evocación del pasaje murciano de sus memorias, como por ejemplo los distendidos cafés de sobremesa antes de estudiar en un bar del que no recuerda el nombre (en el enlace cuelgo una foto por si alguien puede deducir dónde estaba). Cuenta allí cómo un compañero suyo pedía siempre Coca-cola, lo cual resultaba el sumum  de la modernidad en aquellos tiempos. Evoca también los paseos al atadecer por el Malecón, por lo visto cita obligada de la juventud de la época.



La única referencia en que asoma un elemento de desaprobación en toda su aventura murciana será la alusiva a su visita al Casino. Primero recuerda la perplejidad que le causa la negativa que se da a los estudiantes murcianos para acceder a su interior cuando a ellos, a los universitarios procedentes de Cataluña, se les franquea la entrada sin problema alguno. A él, una persona procedente de la alta burguesía barcelonesa, un elemento perteneciente al patriciado de la industriosa ciudad catalana, no le duelen prendas en formular una dura crítica de lo que ve cuando conoce las interioridades de ese selecto recinto:

 “(…). Esta institución, instalada en un edificio de sólida piedra en la punta más noble de la ciudad, me dio en aquellos días, a través de pequeños destellos, la imagen viva de una España en la que todavía predominaban bastantes vestigios feudales. Orondos burgueses, magros caciques, terratenientes huertanos, las sombras repantigadas en sendos butacones de jugadores de tute y de mus, inocentes deportes de la nocturnidad murciana, alternaban con la risa jacarandosa de entretenidas opulentas y barraganas pechugonas en reservados con champagne frappé y múltiple juerga. (…). En aquel casino nos fue posible entrever, con rasgos característicos, determinados ángulos de la España de entonces. (…).”

  Con alguna que otra pincelada, Ignacio Agustí da cuenta de lo que le sigue deparando su juvenil visita a la capital murciana. Al cabo de dos semanas se va a Madrid y prosigue la narración de otros aconteceres que prolongan su densa y larga autobiografía...

 Cuando yo leía estas semblanzas de aquella Murcia de los 30, atravesábamos los 70. Para mí, esa ciudad retratada en la obra de Agustí parecía pertenecer, desde esa perspectiva temporal, a un tiempo antiquísimo, remoto, casi inconcebible. Ahora, cuando ha transcurrido casualmente un periodo parecido de años desde esas lecturas mías de juventud hasta el presente, ganas me dan de conseguir una grabación de La saga de los Rius, hacerme un bocadillo de atún y mayonesa con pan descongelado y volver a verla cualquier domingo por la noche. Esa sí que sería una buena magdalena de Proust.

 (Texto: Mariano López- Acosta)




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