En la iglesia de San Miguel



 Caminando al desgaire por el centro de la ciudad mis pasos me llevan, como quien no quiere la cosa, ante la iglesia de San Miguel. Hace calor, no estamos en el ferragosto  ya  pero estos septiembres de hoy en día se esfuerzan en recordarnos todo eso del cambio climático. 
 Dentro de la iglesia se debe de estar bien. Así pues, como no tengo prisa decido entrar en el templo. En alguno de sus añejos y amarillentos archivos, por cierto, debe de permanecer mi partida de bautismo. Al cruzar la puerta de madera  paso del tráfago y la agitación de la vida de la calle a la silenciosa, intemporal y fresca penumbra del interior. Esta transición, si la hace uno con los sentidos atentos puede representar una de las sensaciones más agradables que se pueden experimentar en estos tiempos desquiciados en los que las agujas de las brújulas  giran como locas sin encontrar el norte. Entro y me siento en un banco. Solo hay una persona en la iglesia, una mujer arrodillada cerca del altar absorta en sus oraciones. Hay silencio y una quietud que elimina los últimos vestigios del urbanita acelerado e intoxicado de adrenalina que caminaba por la calle unos minutos antes.  No sé  a estas alturas si tengo fé. Solo sé que aquí  se está  tranquilo y como en el interior de una cápsula de tiempo antiguo. Me dejo llevar por el silencio y la luz tenue del lugar y termino encontrando una paz que hacía tiempo que no sentía. En un determinado momento, influido por la espiritualidad del entorno decido rezar un Padrenuestro yo, que sigo dudando de la existencia de Dios, que no sé  cómo  mi pobre  mente podría siquiera imaginar un ente de esa dimensión, -siempre que  no terminara siendo al final una pura ensoñación del ser humano-.  Entono entonces el de antes, el de "perdónanos nuestras deudas así como nosotros perdonamos a nuestros deudores", al nuevo ya no llegué, mis devociones fueron menguando conforme avanzaban mis años de juventud. (Luego llegó la definitiva crisis  cuando cada vez surgían más preguntas sin respuesta y mi mente se adentraba por los senderos del racionalismo. Aunque siempre procuraba ir dejando  mojones en mi itinerario para no perderme si había que emprender el camino de regreso.)
 Mientras rezo me imagino como un náufrago que enviara un mensaje en una botella a la inmensidad del océano, sin apenas esperanza de que sus letras puedan ser leídas algún día por alguien. ¿Pero y si por fin, en una lejanísima playa, otros ojos consiguen descifrar muchos años después el sentido de esa misiva? Después, tras permanecer un rato con la mente ausente, intentando no pensar en nada que me distraiga de ese estado que he adquirido tras lanzar el mensaje al inabarcable mar, salgo a la luz cegadora de la calle. 


(Texto: Mariano López-Acosta)





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