Dentro de la iglesia se debe de estar bien.
Así pues, como no tengo prisa decido entrar en el templo. En alguno de sus
añejos y amarillentos archivos, por cierto, debe de permanecer mi partida de
bautismo. Al cruzar la puerta de madera
paso del tráfago y la agitación de la vida de la calle a la silenciosa,
intemporal y fresca penumbra del interior. Esta transición, si la hace uno con
los sentidos atentos puede representar una de las sensaciones más agradables
que se pueden experimentar en estos tiempos desquiciados en los que las agujas
de las brújulas giran como locas sin
encontrar el norte. Entro y me siento en un banco. Solo hay una persona en la
iglesia, una mujer arrodillada cerca del altar absorta en sus oraciones. Hay
silencio y una quietud que elimina los últimos vestigios del urbanita acelerado
e intoxicado de adrenalina que caminaba por la calle unos minutos antes. No sé
a estas alturas si tengo fé. Solo sé que aquí se está
tranquilo y como en el interior de una cápsula de tiempo antiguo. Me
dejo llevar por el silencio y la luz tenue del lugar y termino encontrando una
paz que hacía tiempo que no sentía. En un determinado momento, influido por la
espiritualidad del entorno decido rezar un Padrenuestro yo, que sigo dudando de
la existencia de Dios, que no sé
cómo mi pobre mente podría siquiera imaginar un ente de esa
dimensión, -siempre que no terminara siendo al final una pura ensoñación del ser humano-. Entono entonces
el de antes, el de "perdónanos nuestras deudas así como nosotros
perdonamos a nuestros deudores", al nuevo ya no llegué, mis devociones
fueron menguando conforme avanzaban mis años de juventud. (Luego llegó la
definitiva crisis cuando cada vez surgían
más preguntas sin respuesta y mi mente se adentraba por los senderos del
racionalismo. Aunque siempre procuraba ir dejando mojones en mi itinerario para no perderme si
había que emprender el camino de regreso.)
Mientras rezo me imagino como un náufrago que
enviara un mensaje en una botella a la inmensidad del océano, sin apenas
esperanza de que sus letras puedan ser leídas algún día por alguien. ¿Pero y si
por fin, en una lejanísima playa, otros ojos consiguen descifrar muchos años
después el sentido de esa misiva? Después, tras permanecer un rato con la mente
ausente, intentando no pensar en nada que me distraiga de ese estado que he
adquirido tras lanzar el mensaje al inabarcable mar, salgo a la luz cegadora de
la calle.
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