Novela ejemplar

 Un buen amigo se divorció después de treinta años de matrimonio con tres hijos veinteañeros. Fue su mujer quien decidió cortar la relación. Él buscó motivos y no halló ninguno en concreto, aunque era consciente de que habían quedado atrás los años de esplendor, aquellos de las primeras cenas con velas, regalos escogidos y viajes venecianos. Aunque aún restaba mucho cariño, se perdían en la lejanía los maratones amatorios que ponían a prueba los muelles de los más ergonómicos colchones. Y no había una tercera persona.

 Para él fue todo muy doloroso porque no faltaba ternura y mucha vida compartida, para lo bueno y para lo malo. Pero estaba claro que la evolución personal de los dos había comenzado a desacompasarse desde hacía bastante tiempo. Las rutas vitales de ambos divergían cada vez más y la monotonía y lo aburridamente previsible marcaban las horas de convivencia. Qué liberación, la llegada del lunes tras el insípido fin de semana. A veces, ella remoloneaba mirando escaparates por la calle después del trabajo, porque la perspectiva de volver a casa le despertaba el mismo interés que la lectura de un acta de una diputación provincial. Mientras, él la esperaba pertrechado de una lata de cerveza de no mucha graduación, haciendo zapping por los partidos de la liga inglesa. 

Los hijos se fueron con la madre y él se instaló en la casa que tenían en la playa. Al principio, la melancolía lo embargaba e intentaba combatirla cocinando según un tutorial muy interesante que había descubierto en Youtube. Se hizo experto en sushi y en patatas fritas a la belga. Si incluso así la tristeza no le abandonaba, se acercaba a la orilla del mar en noches sin luna y sentía la brisa en su rostro mientras recitaba poemas de amor de poetas mediocres, por no decir malos, pero efectistas. 

A veces salía a navegar en el velero de un amigo que también vivía en la playa, muy hospitalario y gran aficionado a las historietas de Tintín y el Capitán Haddok. Mientras manejaba las velas, este compañero de navegación, barbudo, mujeriego, lector de novela histórica y buen cocinero además, le animaba a soltar amarras sentimentales y vivir la vida. 

Cierto día, mientras paseaba melancólicamente con el carrito de la compra por el hipermercado, al doblar la esquina de la estantería de los vinos, chocó estrepitosamente con otro carrito que conducía una mujer rubia, muy miope y de aspecto bondadoso. Del golpe, sus gafas de culo de vaso se estamparon contra el suelo, esparciendo por las losas restos de vidrio y montura. El trozo de cristal más grande era del tamaño de una lenteja. Y no llevaba lentes de repuesto. Mi amigo, cortésmente, le ayudó a cargar la compra en su propio coche y la llevó a su casa, un chalet cercano a la costa. Era danesa, algo dipsómana, y se dedicaba a pintar cuadros de paisajes marinos. Comieron juntos y tras una larga sobremesa de copas de brandy y gin-tonic, acabaron entre las sábanas de un lecho muy mullido en un cuarto abuhardillado con gruesas colañas de madera. Tres días estuvieron sin salir apenas de la habitación. Al cuarto, ella, con la cara iluminada por el candor y la emoción, le dijo que tenía que recoger a su marido al aeropuerto. 

Él decidió entonces retirarse a descansar a su refugio playero, pero antes pasó por la farmacia para comprar un complejo vitamínico. El local estaba lleno a rebosar y el ambiente era agobiante. A la mujer que había delante de él le dio un amago de lipotimia y, medio desvanecida, se dejó caer hacia atrás. Los reflejos de mi amigo impidieron una caída con resultados preocupantes. Revuelo. Abanicos. La señora, de aspecto distinguido y elegante, rodeada de curiosos, se reanimó enseguida, dio las gracias a todos, miró lánguidamente a mi amigo y se fue discretamente. Días después, arrebujada entre las sábanas y pegada a él, que fumaba serenamente después del relax que sigue al clímax, le confesó que en la lipotimia había habido más teatro que realidad.

Pasaron las semanas y los meses. Mi amigo solo se dedicaba ya a navegar y a cocinar. A veces se tiraba días enteros viendo películas del neorrealismo italiano. "Los Inútiles' de Fellini la vio tres o cuatro veces. El sushi lo tenía tan logrado que bien habría podido abrir un japonés. 

En cierta ocasión, y de manera inesperada, recibió la visita de una antigua novia que se acercó a animarlo tras saber de su postración anímica por la ruptura conyugal. Adelita, que así se llamaba, era muy nerviosa y fumaba continuamente. Sus gritos en la cama cuando volvieron a hacer el amor después de tantos años, se escuchaban al otro lado de la calle. 

El tiempo fue pasando y él seguía navegando y cocinando patatas fritas a la belga. Sin embargo, para Frida, la candorosa pintora danesa, preparaba los jueves por la noche, cuando su marido se iba al aeropuerto, una receta muy antigua que había sacado de una novela de Pepe Carvalho. 

 Por otra parte, con doña Leonor, la dama de la lipotimia, se lució un día en que elaboró un complejo menú del histórico gastrósofo francés del XIX Brillat de Savarin. Fumando en la cama después culminar ardientes intimidades, ella elogiaba sus manjares con una espectacular caída de ojos que velaba el humo del tabaco.

Adelita también gozaba de sus excelencias culinarias. Para ella, las patatas fritas las acompañaba de unos mejillones al modo del reino de Bélgica, platos nacionales, los dos, de aquel pais. Los vecinos ya se habían acostumbrado a sus gritos de los miércoles de madrugada. 

Las pocas noche que no tenía visitas, se acercaba a la playa y recordaba los poemas sentimentales y ripiosos que recitaba en sus horas de melancolía. El recuerdo de su mujer lo envolvía en una tristeza dulce que le reconfortaba el espíritu. ¿Qué sería de ella? ¿Estaría con otro? Entonces, una furtiva lágrima, como en la ópera, se derramaba por sus mejillas.

Así, entre navegaciones, recetas de cocina, cine neorrealista y visitas femeninas, pasó un año. Al cabo del cual le llegó una carta perfumada de su esposa en la que le hacía saber que continuaba enamorada de él y que rezaba todas las noches para que volvieran a estar juntos.

Mi amigo, entonces, se guardó con rapidez la carta en el bolsillo de la camisa, porque urgía el segundo pase por la freidora, esta vez a 180°, de las ya fritas patatas, según el peculiar modo de cocinarlas de los belgas. Últimamente había conseguido la variedad de tubérculo recomendada por los puristas, la de tipo Bintje.  

 La tinta de la misiva se corrió más tarde en el papel cuando pasó por la lavadora, dentro del bolsillo de la camisa. 

(Texto: Mariano López-Acosta)

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