DESDE AQUÍ QUIERO dar noticia de un artista: del pintor
Manuel Martínez Torres, Manolo para los amigos.
Nacido en Elche
(donde ahora reside), de padre murciano y madre ilicitana, durante la
adolescencia se fue a vivir a Murcia. Estudió allí el bachillerato, en el
colegio de La Merced de los Hermanos Maristas. Acabada la enseñanza secundaria
nos lo encontramos matriculado en la Facultad de Farmacia de Granada en el
curso 1974-75. Mas esa situación académica obedecía más a unas paternales
directrices familiares que a un deseo propio o vocación convencida. Pero bueno,
hizo lo que tocaba en ese momento: sus clases, sus apuntes, sus excursiones de
Botánica, sus noches de estudio con compañeros como el gran McQueen, oyendo
Radio Granada y comiendo tortas a las tres de la madrugada con los demás
universitarios, como mandaba la tradición...Fueron tres años de ejercer de
estudiante disciplinadamente, de asistir a la legendaria Academia "Dos
Motivos", de Domingo Moreno, para preparar las Matemáticas de Primero (
que impartía el profesor Bravo), de pasar noches enteras fumando y carcajeándose
con los compañeros de piso, algunos de ellos ciertamente extravagantes...
Todo eso estaba muy
bien, y además había momentos de muchas risas y se vivían también los
acontecimientos de la época, como escuchar a Lluis Llach en el teatro Isabel la
Católica y salir a la calle, después de oir "El viatge a Itaca", y
verlo todo lleno de "grises", como si se saliera de un acto
subversivo. Eran los momentos de la Transición y era muy emocionante vivirlo
todo eso con la intensidad de la primera juventud, en un ambiente
universitario, en un tiempo en que los hechos y las noticias políticas iban al
galope.
Pero había algo que
no cuadraba. Era algo que subyacía y no afloraba del todo: el auténtico deseo
de Manolo no era estudiar Farmacia. Su auténtico deseo, su verdadera vocación
era la pintura. El problema radicaba en que la rigidez de los planteamientos
paternos en lo tocante al porvenir de Manolo (que pasaba ineludiblemente por
acabar la carrera, aunque fuera en diez años, y disfrutar más tarde de la tranquilidad
económica de una oficina de farmacia) hacía imposible una salida razonable a la
situación. Además, era mucho tiempo (desde la niñez) recibiendo el mensaje de
la necesidad de asumir la seguridad que propiciaba esa suerte de protección
familiar, como si la vida no tuviera otro tipo de planteamientos. Pero, así y
todo, como los deseos iban en dirección contraria a la realidad, los estudios
se iban convirtiendo poco a poco en un peso muerto cada vez más insoportable,
que terminaba por ahogar la existencia. Y al final, estalla la crisis. Cuando
las circunstancias lo llevan a un callejón sin salida, Manolo se pone el mundo
por montera, rompe con los designios paternos - no sin dolor, pero con
liberación- , deja la carrera y cambia radicalmente de vida.
Después de este primer acto, se levanta el
telón y podemos ver, poco tiempo después, en los jardines, calles y plazas del
casco histórico de Murcia, a un joven con un marcado aspecto bohemio
pertrechado de una silleta, un caballete y útiles de dibujo y pintura. Se
sentaba, desplegaba sus herramientas de trabajo, y con una paciencia oriental,
con un detallismo y una minuciosidad que no parecían de este mundo, iba pasando
a tinta y papel algún escudo o blasón de la fachada de alguna casa de siglos de
historia, alguna ventana tapiada de la catedral, alguna balconada antigua de la
plaza de Las Flores, algún naranjo de cierta plazoleta histórica... Y lo hacía
con una mano alzada prodigiosa en que las posibles desviaciones del natural se
neutralizaban unas con otras, dando un todo armónico y con un sello original
que convertían un simple ventanuco de la pared de una iglesia -en el que no
reparabas al pasear- en una obra de arte.
Este joven era
Manolo y ya entonces empezaba a forjar una obra pictórica sólida, plena,
personal, con una visión de las calles, de los jardines, de las vegetaciones,
de las piedras, de los monumentos que luego volcaba en el papel o en el lienzo
para darles una mirada nueva, sublimada.
El resto, hasta ahora,
es una sucesión de años de vivir por y para el arte, sin concesiones, con el
convencimiento de que la vida está hecha para ponerla en valor si uno despliega
las inquietudes que lleva dentro. Y en ese sentido, Manolo es un privilegiado
porque ha llegado a la realización personal a través de la pintura, a través
del arte, y eso es entrar en el territorio de los elegidos. Y, además, ha sido
cronista, deja un legado a las futuras generaciones de rincones y sitios que
pasarán ya a la posteridad.
Desde aquí, tan
sólo podemos recomendarles que le sigan la pista a Manolo, que indaguen en su
obra (y el que pueda que la adquiera, que compra un valor seguro), que sigan
sus noticias y que sientan que son contemporáneos de alguien a quien se estudiará
en los cursos de Historia del Arte, de alguien que permanecerá en los
mejores museos.
(Texto: Mariano López-Acosta)
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