No he sido nunca de los llamados "taurinos" ni tampoco de los furibundo detractores de la denominada "fiesta nacional". Como una gran mayoría de la gente de mi generación observaba de joven todo ese mundo con auténtica indiferencia.
Hay que
reconocer, por otra parte, el gran arraigo sociológico que tenía y tiene aún
ese espectáculo.
Recuerdo que
cuando organizaban algún debate en la tele entre taurinos y enemigos de la
"fiesta brava" nos presentaban a estos últimos como gente utópica,
idealista, que no pisaba tierra y que constituía una pequeñísima franja de la
sociedad de entonces. Se les veía incluso con un cierto halo de extravagancia.
Anualmente Manuel Vicent escribía su famosa columna antitaurina que se
despachaba muchas veces displicentemente ("cosas de Vicent", solían
decir).
Uno de los
razonamientos que más me llamaba la atención en esas viscerales disputas entre
aficionados y detractores era un argumento muy utilizado por los primeros
referido a que la tauromaquia había sido una inagotable fuente de inspiración
para artistas inmortales, genios de la pintura, de la poesía, de las artes en
general. Yo reflexionaba y llegaba a la conclusión de que esa tesis, bien
analizada era en realidad una de las mayores armas dialécticas que se podía
oponer al argumentario de los taurinos.
Vamos a
observar con detenimiento esa cuestión. Goya, Picasso, García Lorca, etc, todos
ellos bebieron en la tauromaquia para inspirarse y crear algunas de sus obras
más geniales. Pues vamos a decirlo claramente, una persona con la sensibilidad
actual, por muy taurina que fuese no aguantaría ni cinco minutos como
espectador de una de esas corridas de toros que inspiraron hasta lo sublime a
esos genios. El espectáculo era dantesco. Los caballos de los picadores,
auténticos jamelgos esqueléticos, aparecían con los ojos vendados y ¡¡sin
ningún tipo de protección corporal!! Es de imaginar la escena. Para cada faena
de una de las reses, una ristra de monturas terminaba en la arena con las
tripas fuera llenas de moscas y con el albero encharcado de sangre. Una
auténtica carnicería. Lo de menos era lo que sufría el toro. Lo de los caballos
era espeluznante.
El
espectáculo taurino era entonces la gran pasión de las masas populares. Ni
siquiera cuando se anunció la pérdida de Cuba se suspendió la corrida que
estaba teniendo lugar. Era un hecho totalmente arraigado en el pueblo. Algún
tímido balbuceo de algún miembro de la generación del 98, como Pío Baroja,
deploraba la barbarie que anidaba en esos espectáculos.
¿Quiere
decir todo esto que somos mejores personas que quienes vivieron esa época y
disfrutaban de esas tardes de toros? Yo no lo diría. A mi juicio, lo que
significa eso es que las sensibilidades cambian, los paradigmas mutan, la
visión de las cosas se transforma. Lo que hoy no tiene un pase ayer era
ensalzado y considerado. En estas y en otras facetas de la vida.
Quizá dentro
de un tiempo, no sé cuanto, si muchas o pocas décadas o algunos años, los que
estén entonces nos mirarán como nosotros podemos mirar a los que destripaban
caballos en la plaza cuando piensen en lo de ahora, un toro muriéndose
asfixiado lamentablemente con una espada clavada.
Cada época tiene su propia mirada. No se pueden enjuiciar las
cosas de antaño con las razones de hogaño. Pero el tiempo avanza y hace cambiar
la percepción de muchas visiones. La Historia no se detiene.
(Imagen: ABC)
(Texto: © Mariano López A. Abellán)
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