La saga de los Rius. Cierta estampa de Murcia. Don Mariano Ruiz Funes, catedrático de Derecho Penal.
¿Alguien recuerda una serie de televisión del año 76 llamada "La saga de los Rius”, basada en una trilogía de novelas (Mariona Rebull, El viudo Rius y Desiderio) del escritor barcelonés Ignacio Agustí? Tuvo mucho éxito en su momento; en el reparto aparecían Fernando Guillén y Maribel Martín como protagonistas, junto a Emilio Gutiérrez Cava, Victoria Vera, José María Caffarel, Teresa Gimpera, Mari Carmen Prendes, Ramiro Oliveros, Ágata Lys,etc ; además se llevó algún que otro premio prestigioso.
Creo
recordar que la emitían los domingos por la noche. A mi me pilló en mi época de
estudiante. La veíamos en el piso de unos compañeros. Un rato antes de que
comenzara descongelaban éstos unas barras de pan y cenábamos bocadillos de
atún y mayonesa mientras permanecíamos muy atentos a la pantalla del
televisor.
En
esos tiempos en que la telebasura ni siquiera se intuía y en que
masivas audiencias seguían con fidelidad obras de teatro clásico interpretadas
por elencos que alcanzaban la excelencia, estos capítulos emitidos
en las noches previas a los difíciles lunes fueron todo un fenómeno televisivo
y nos permitieron recorrer las peripecias vitales de tres generaciones de
burgueses catalanes enriquecidos con la industria textil, durante
cuarenta convulsos años, en el tiempo que va desde finales del siglo XIX y las
primeras décadas del XX.
Ya
digo, con esta serie, una muy interesante época de nuestro cercano pasado quedó
retratada magistralmente y sacó del olvido la obra de un novelista que en
cierto modo no dejaba de ser un producto de su tiempo y de su realidad social.
Para
dar una vuelta de tuerca más a esto que escribo y establecer una, a priori,
impensable relación de todo lo antedicho con Murcia, con nuestra ciudad, he de
decir que unos pocos años después de la emisión de la serie, todavía en los 70,
cayó en mis manos una autobiografía de Ignacio Agustí, entregada a la imprenta
muy poco antes de fallecer el autor. Fue publicada póstumamente con el nombre
de "Ganas de hablar". Está escrita de forma muy amena y nos da
cuenta de una existencia muy rica en conocimiento y cercanía a gente muy
interesante en multitud de campos, gente que ha protagonizado en realidad
nuestra reciente historia. Pues bien, en un pasaje de estas memorias levanta
acta el novelista catalán de una estancia de quince días en Murcia, durante su
juventud.
Estamos
en los años 30. Ignacio Agustí es un joven alumno de Derecho de la Universidad
de Barcelona y ejerce también el periodismo, complicándose esta compaginación
de actividades al no permitir su centro universitario las matrículas por libre
y exigir la asistencia a clase. Ante esta dificultad, él y otros compañeros
deciden matricularse en la Universidad de Murcia para ir directamente a los
exámenes finales sin necesidad de comparecer en las aulas a lo largo del curso.
Cuando
llega junio cogen un barco en Barcelona que los lleva a Alicante. Y desde allí,
tras tomar un tren, llegan a la estación del Carmen en la capital murciana. En ella, según narra, los recibe un enjambre de limpiabotas que les ofrecen toda
clase de servicios e informaciones, desde llevar las maletas hasta cantarles
flamenco, aparte de lustrarles el calzado, claro. A continuación toman una
tartana y se dirigen al hotel. Quince días pasarán más tarde Ignacio Agustí y
sus compañeros en una pensión preparando el examen de Derecho Penal.
En
la descripción que el escritor hace de esas dos semanas murcianas en su
autobiografía caben anécdotas y personajes muy interesantes. Quien se lleva el
protagonismo de manera clara en el relato que de su estancia hace el novelista
barcelonés es el insigne catedrático de Derecho penal Mariano Ruiz-Funes. La
semblanza que hace de él nos lo muestra como un hombre de un prestigio inmenso,
incontestable, en amplias capas de la sociedad murciana. Será quien le examine
y le apruebe la asignatura. Antológica es la descripción de su
periplo en un carruaje tirado por un caballo diestramente conducido
por su fiel chófer por las empedradas calles de Murcia, saludando
cortésmente a quienes con admiración se descubren educadamente y le dan los
buenos días, hasta llegar al recinto universitario para dar sus clases. Agustí
dice entonces que aquel hombre que desprendía bonhomía a su paso se
transformaba en un hueso -justo, pero un hueso- dentro del aula a la hora de
examinar. De hecho el escritor entra en detalles y refiere que en esa
convocatoria, de 200 presentados aprobaron 40, dentro de estos últimos los
catalanes. Lo describe, no obstante, como un magnífico docente y manifiesta que
una papeleta con un simple aprobado de don Mariano "provocaba reverencias
y su poseedor se hacía respetar por los demás".
También
nos cuenta el barcelonés cómo descubren que el eminente jurista tenía un
hermano propietario de una confitería. Hacia ella se dirigen de vez en cuando a
comprar bombones "porque nunca se sabe por dónde puede venir la
suerte", en esos ataques de superstición que aquejan incluso a los
estudiantes más racionalistas en momentos desesperados.
Alguna
que otra anécdota en tono amable y desenfadado es relatada en esta evocación
del pasaje murciano de sus memorias, como por ejemplo los distendidos cafés de
sobremesa antes de estudiar en un bar del que no recuerda el nombre (en el
enlace cuelgo una foto por si alguien puede deducir dónde estaba). Cuenta allí
cómo un compañero suyo pedía siempre Coca-cola, lo cual resultaba el
sumum de la modernidad en aquellos tiempos. Evoca también los paseos
al atadecer por el Malecón, por lo visto cita obligada de la juventud de la
época.
La
única referencia en que asoma un elemento de desaprobación en toda su aventura
murciana será la alusiva a su visita al Casino. Primero recuerda la perplejidad
que le causa la negativa que se da a los estudiantes murcianos para acceder a
su interior cuando a ellos, a los universitarios procedentes de Cataluña, se
les franquea la entrada sin problema alguno. A él, una persona procedente de la
alta burguesía barcelonesa, un elemento perteneciente al patriciado de la
industriosa ciudad catalana, no le duelen prendas en formular una dura crítica
de lo que ve cuando conoce las interioridades de ese selecto recinto:
“(…).
Esta institución, instalada en un edificio de sólida piedra en la punta más
noble de la ciudad, me dio en aquellos días, a través de pequeños destellos, la
imagen viva de una España en la que todavía predominaban bastantes vestigios
feudales. Orondos burgueses, magros caciques, terratenientes huertanos, las
sombras repantigadas en sendos butacones de jugadores de tute y de mus,
inocentes deportes de la nocturnidad murciana, alternaban con la risa
jacarandosa de entretenidas opulentas y barraganas pechugonas en reservados con
champagne frappé y múltiple juerga. (…). En aquel casino nos fue posible
entrever, con rasgos característicos, determinados ángulos de la España de
entonces. (…).”
Con
alguna que otra pincelada, Ignacio Agustí da cuenta de lo que le sigue
deparando su juvenil visita a la capital murciana. Al cabo de dos semanas se va
a Madrid y prosigue la narración de otros aconteceres que prolongan su densa y
larga autobiografía...
Cuando
yo leía estas semblanzas de aquella Murcia de los 30, atravesábamos los 70.
Para mí, esa ciudad retratada en la obra de Agustí parecía pertenecer, desde
esa perspectiva temporal, a un tiempo antiquísimo, remoto, casi inconcebible. Ahora, cuando ha transcurrido casualmente un periodo
parecido de años desde esas lecturas mías de juventud hasta el
presente, ganas me dan de conseguir una grabación de La saga de los
Rius, hacerme un bocadillo de atún y mayonesa con pan descongelado y volver
a verla cualquier domingo por la noche. Esa sí que sería una buena magdalena de
Proust.
(Texto:
Mariano López- Acosta)
Comentarios
Publicar un comentario