Olvidémonos por un
momento del famoso cuarto movimiento, el del Himno a la Alegría, y centrémonos
en el primero de esta obra oceánica.
Empieza con unas tímidas notas, como de tanteo, pareciera que
los músicos están todavía afinando sus instrumentos. Hay quien ha comparado
este inicio a un trasunto de la Creación, un despertar, una especie de
amanecer. Pero de pronto, la tonalidad se hace más sombría y el bueno de Ludwig
van Beethoven descarga un puñetazo brutal encima de la mesa. Un tutti orquestal tremendo, inconmensurable, de una fuerza y un
dramatismo sin precedentes, cabalgando sobre unos timbales desatados que asumen
un protagonismo totalmente innovador.
La orquesta se convierte entonces en una auténtica
tempestad, no hay palabras para describir tanta intensidad y tanta exaltación.
El tejido sonoro de esa descarga, de esa tormenta,
tiene unos matices tan sombríos que parece que surge de una tragedia muy
antigua, que aqueja al alma desde el principio de los tiempos. Y entonces,
cuando más negros son los nubarrones que se ciernen sobre el espíritu del
compositor, aparecen unos esperanzadores rayos de sol en forma de vientos y
metales. Esas notas idílicas iluminan y crean un contraste de una belleza poco
común que solo es capaz de crear un elegido.
A partir de ahí vienen luego torrenteras de notas
que se despeñan y acaban en el océano orquestal, estados meditativos que
terminan sublimándose en tormentas sonoras, hay variaciones del tema principal
que había irrumpido al principio atronante.... como decía antes, no hay
palabras que puedan describir con fidelidad esta titánica obra.
Y este primer movimiento, en el que ya nos
podríamos quedar para siempre desentendiéndonos del resto de la sinfonía y
gozaríamos de lo más excelso, eclipsado además por el arrastre tremendo del
último y archifamoso tema coral, es solo el comienzo de algo grandioso.
(Mariano López-Acosta)
(Mariano López-Acosta)
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