En 1879 Marcelino Sanz de Sautuola entró en una cueva con su hija. La niña le alertó: “Mira papá, bueyes pintados”. En ese momento se producía un hallazgo de una importancia capital tanto desde el punto de vista científico e histórico como artístico. Se trataba de la cueva de Altamira, la “capilla sixtina” del arte rupestre, designada muchos años después Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO. Algunos expertos de la época llegaron a manifestar que las tales pinturas rupestres eran una impostura y habían sido ejecutadas poco tiempo atrás. Pero ese extremo queda ahora para la anécdota, sepultado a estas alturas por la importancia del descubrimiento.
Un derrumbe sucedido hace unos 13.000 años había sellado la entrada, lo que había generado unas condiciones de conservación excepcionales. Desde entonces la cueva se convirtió en una auténtica cápsula de tiempo. Antes había servido de refugio a generaciones y generaciones de habitantes del Paleolítico durante unos 22.000 años.
No era afán estético lo que movía a decorar con esa maestría las paredes y el techo de la gruta. Era en realidad un ejercicio mágico-religioso. A buen seguro un chamán dirigía una serie de rituales y en el imaginario de esa gente la representación de los animales creaba un vínculo con ellos imprescindible para su supervivencia. Tengamos en cuenta que se trataba de poblaciones nómadas que no conocían la agricultura ni la ganadería. Su sustento dependía -y en muchas ocasiones de manera desesperada- de la caza y de la recolección.
Hay una gran variedad de arte rupestre en España. Y muchas técnicas y estilos pictóricos, dependientes en buena parte del tipo de materiales utilizados en cada caso según las características y las circunstancias de los distintos enclaves. Ha sido, por otra parte, muy desigual la conservación de estas manifestaciones pictórico-religiosas.
En el siglo XIX, unos cuantos artistas -en un esfuerzo impagable con un alto grado de idealismo y de amor desinteresado por la cultura a falta en muchos casos de medios técnicos medianamente solventes- se dedicaron a recorrer cuevas y a calcar el enorme repertorio de arte rupestre que tenemos diseminado por la península. Por citar algunos nombres propios tenemos entre ellos al dibujante Juan Cabré y al pintor Francisco Benítez, ambos coetáneos de Sorolla. El fruto de ese trabajo, de una importancia inmensa, fue una colección de unas 2.000 láminas que reflejan el fascinante mundo de ese periodo del Paleolítico. Por allí desfilan arqueros, chamanes, bisontes, caballos, ciervos, etc, se recrean recolecciones de frutos y de miel y muchas otras actividades de esos remotos antepasados nuestros.
Un siglo ha estado este valioso material cubierto de polvo y olvidado en el Museo de Ciencias Naturales.
(Texto: © 2018 Mariano López Acosta Abellán)
(Texto: © 2018 Mariano López Acosta Abellán)
(Techo de la Gran Sala de la Cueva de Altamira)
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