LO QUE YO habría dado por asistir a la cena que tuvo lugar en la venta que Don Quijote tomó por castillo... Pongámonos en situación.
Don Quijote y Sancho, por consejo de este último, se habían adentrado en lo más recóndito de Sierra Morena para ocultarse de la Santa Hermandad, que sin duda no tardaría en perseguirles tras la liberación de los galeotes por el Caballero de la Triste Figura. Ya en lo más intrincado de la serranía conocen al infortunado Cardenio, que siguiendo al pie de la letra los cánones de la literatura barroca al uso vive como un salvaje, con el juicio lastimado, presa de la desesperación que le ha ocasionado la pérdida de su amada Luscinda a manos de su traidor amigo -y superior en el inamovible orden social de la época- Don Fernando. (Quien a su vez había seducido y abandonado a la bella y discreta Dorotea, hija de un rico labrador y por tanto de una clase de probada limpieza de sangre pero muy inferior, sin embargo, a la de su noble y principal forzador).
Don Quijote, motivado por lo áspero de la naturaleza salvaje que le rodea decide imitar los duelos amorosos de los andantes caballeros, y recordando el que hizo Amadís de Gaula cuando se retiró a la Peña Pobre quiere que Sancho sea testigo de sus desatinos para que éste vaya a contárselos, punto por punto, a Dulcinea.
El escudero se pone en camino y al poco de salir de la sierra se encuentra con el Cura y el Barbero que habían salido de su aldea en busca del Ingenioso Hidalgo para llevarlo, mediante alguna estrategema, a su lugar e intentar curarle en lo que fuera posible toda la locura de sus andantes caballerías. Conminado por estos dos personajes, Sancho les muestra el paradero de su amo y allí coinciden con el infortunado Cardenio. Mientras tanto son testigos de los lamentos solitarios de la bella y despechada Dorotea, que, casualidad de casualidades, también se había retirado a esas soledades para llorar su desamor. Ésta cuenta su historia y es entonces cuando todos descubren que el pérfido Don Fernando es el mismo causante de las desgracias de Cardenio y Dorotea. Este desahogo parece que les da cierto ánimo para salir de allí y ayudar al Cura en su estrategia de embaucar a Don Quijote en una nueva y singular aventura que les permita llevarle de regreso a su aldea.
Dorotea se hará pasar por la alta y principal princesa Micomicona, cuyo reino, Micomicón, ha sido invadido y usurpado por un descomunal gigante llamado Pandafilando de la Fosca Vista, quien para llevar a cabo su desafuero ha acabado con la vida de Tinacrio El Sabidor, padre de Micomicona y rey legítimo del reino en cuestión. Se da la circunstancia de que este Tinacrio El Sabidor además de rey tenía poderes de nigromante y había vaticinado, en ilegibles letras al parecer caldeas, que un caballero vencería al gigante y tendría derecho, por su hazaña, a casarse con la princesa Micomicona y convertirse en rey. Ya está servido el engaño. Don Quijote accede y un exultante Sancho se ve ya convertido en gobernador de alguna ínsula de tan distante reino.
Todos se ponen en camino y llegan a la venta. Allí, los acontecimientos de la trama se precipitan cuando aparecen en busca de posada Don Fernando y Luscinda. Entre súplicas, llantos y razones de unos y otros todo torna a su cauce y, como en el final de una comedia de enredo amoroso tan al uso de esa época, cada oveja vuelve con su pareja. Cuando los ánimos se han apaciguado, cuando todos comienzan a saborear el final feliz de todas estas historias, hace acto de presencia en la venta una exótica pareja que inmediatamente prende la atención de todos los presentes. Se trata de un excautivo de Argel y su enamorada, una mora que le acompaña desde que huyó con él por mar del lugar donde estaba preso a la espera de satisfacer algún rescate que lo liberara.
Podemos imaginar la situación. La noche está cayendo. Los trabajos del día han sido intensos. Todas las aguas han vuelto a su verdadero cauce y todos se merecen un descanso y un buen reponer de fuerzas. Ya alguien del séquito de Don Fernando ha dicho al ventero que vaya aderezando cena para todos los allí presentes. Es como si lo estuviera viendo. En una larga mesa sientan a la cabecera principal, aunque intenta rehusar tal honor, a Don Quijote. (Ya éste, en mitad de un reparador sueño durante la tarde, ha mantenido un singular combate con unos cueros de vino que han inundado con su contenido el suelo de la estancia. Soñaba que se enfrentaba al gigante Pandafilando).
La princesa Micomicona-Dorotea, por deseo del manchego hidalgo, está a su lado. Luego están sentadas Luscinda, Zoraida (la mora), y a continuación el Cura y el Barbero. En el lado de enfrente de la mesa don Fernando, Cardenio, el excautivo y los demás caballeros. Todos están de buen talante. Corre el vino. El ventero se esmerará con las viandas, dentro de sus posibilidades, por el presumible prestigio de la bolsa de don Fernando. Y es en ese ambiente tan propicio para el reconfortar de los ánimos que facilita el declinar de la jornada ante un buen yantar y agradables compañías, cuando todos esperan que la velada se prolongue deleitosa con el sin duda ameno e interesante relato del excautivo, es en ese instante cuando nuestro héroe, nuestro don Quijote, toma la palabra y pronuncia su célebre discurso de las Armas y las Letras. Estamos ante todo un monumento literario. Es muy difícil de igualar esa cima de ingenio, de riqueza en las descripciones, de argumentación al servicio de una idea defendida con tanta pasión y poderío intelectual...
(Mariano López-Acosta)
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Y, ASÍ, CENARON con mucho contento, y acrecentóseles más viendo que, dejando de comer don Quijote, movido de otro semejante espíritu que el que le movió a hablar tanto como habló cuando cenó con los cabreros, comenzó a decir:
(Mariano López-Acosta)
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Y, ASÍ, CENARON con mucho contento, y acrecentóseles más viendo que, dejando de comer don Quijote, movido de otro semejante espíritu que el que le movió a hablar tanto como habló cuando cenó con los cabreros, comenzó a decir:
—Verdaderamente, si bien se considera, señores míos, grandes e inauditas cosas ven los que profesan la orden de la andante caballería. Si no, ¿cuál de los vivientes habrá en el mundo que ahora por la puerta deste castillo entrara y de la suerte que estamos nos viere, que juzgue y crea que nosotros somos quien somos? ¿Quién podrá decir que esta
señora que está a mi lado es la gran reina que todos sabemos, y que yo soy aquel Caballero de la Triste Figura que anda por ahí en boca de la fama? Ahora no hay que dudar sino que esta arte y ejercicio excede a todas aquellas y aquellos que los hombres inventaron, y tanto más se ha de tener en estima cuanto a más peligros está sujeto. Quítenseme delante los que dijeren que las letras hacen ventaja a las armas, que les diré, y sean quien se fueren, que no saben lo que dicen. Porque la razón que los tales suelen decir y a lo que ellos más se atienen es que los trabajos del espíritu exceden a los del cuerpo y que las armas solo con el cuerpo se ejercitan, como si fuese su ejercicio oficio de ganapanes, para el cual no es menester más de buenas fuerzas, o como si en esto que llamamos armas los que las profesamos no se encerrasen los actos de la fortaleza, los cuales piden para ejecutallos mucho entendimiento, o como si no trabajase el ánimo del guerrero que tiene a su cargo un ejército o la defensa de una ciudad sitiada así con el espíritu como con el cuerpo. Si no, véase si se alcanza con las fuerzas corporales a saber y conjeturar el intento del enemigo, los disignios, las estratagemas, las dificultades, el prevenir los daños que se temen; que todas estas cosas son acciones del entendimiento, en quien no tiene parte alguna el cuerpo. Siendo, pues, ansí que las armas requieren espíritu como las letras, veamos ahora cuál de los dos espíritus, el del letrado o el del guerrero, trabaja más, y esto se vendrá a conocer por el fin y paradero a que cada uno se encamina, porque aquella intención se ha de estimar en más que tiene por objeto más noble fin. Es el fin y paradero de las letras (y no hablo ahora de las divinas, que tienen por blanco llevar y encaminar las almas al cielo, que a un fin tan sin fin como este ninguno otro se le puede igualar: hablo de las letras humanas, que es su fin poner en su punto la justicia distributiva y dar a cada uno lo que es suyo) entender y hacer que las buenas leyes se guarden. Fin por cierto generoso y alto y digno de grande alabanza, pero no de tanta como merece aquel a que las armas atienden, las cuales tienen por objeto y fin la paz, que es el mayor bien que los hombres pueden desear en esta vida. Y, así, las primeras buenas nuevas que tuvo el mundo y tuvieron los hombres fueron las que dieron los ángeles la noche que fue nuestro día, cuando cantaron en los aires: «Gloria sea en las alturas, y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad»; y a la salutación que el mejor maestro de la tierra y del cielo enseñó a sus allegados y favoridos, fue decirles que cuando entrasen en alguna casa dijesen: «Paz sea en esta casa»; y otras muchas veces les dijo: «Mi paz os doy, mi paz os dejo; paz sea con vosotros», bien como joya y prenda dada y dejada de tal mano, joya que sin ella en la tierra ni en el cielo puede haber bien alguno. Esta paz es el verdadero fin de la guerra, que lo mesmo es decir armas que guerra. Prosupuesta, pues, esta verdad, que el fin de la guerra es la paz, y que en esto hace ventaja al fin de las letras, vengamos ahora a los trabajos del cuerpo del letrado y a los del profesor de las armas, y véase cuáles son mayores.
señora que está a mi lado es la gran reina que todos sabemos, y que yo soy aquel Caballero de la Triste Figura que anda por ahí en boca de la fama? Ahora no hay que dudar sino que esta arte y ejercicio excede a todas aquellas y aquellos que los hombres inventaron, y tanto más se ha de tener en estima cuanto a más peligros está sujeto. Quítenseme delante los que dijeren que las letras hacen ventaja a las armas, que les diré, y sean quien se fueren, que no saben lo que dicen. Porque la razón que los tales suelen decir y a lo que ellos más se atienen es que los trabajos del espíritu exceden a los del cuerpo y que las armas solo con el cuerpo se ejercitan, como si fuese su ejercicio oficio de ganapanes, para el cual no es menester más de buenas fuerzas, o como si en esto que llamamos armas los que las profesamos no se encerrasen los actos de la fortaleza, los cuales piden para ejecutallos mucho entendimiento, o como si no trabajase el ánimo del guerrero que tiene a su cargo un ejército o la defensa de una ciudad sitiada así con el espíritu como con el cuerpo. Si no, véase si se alcanza con las fuerzas corporales a saber y conjeturar el intento del enemigo, los disignios, las estratagemas, las dificultades, el prevenir los daños que se temen; que todas estas cosas son acciones del entendimiento, en quien no tiene parte alguna el cuerpo. Siendo, pues, ansí que las armas requieren espíritu como las letras, veamos ahora cuál de los dos espíritus, el del letrado o el del guerrero, trabaja más, y esto se vendrá a conocer por el fin y paradero a que cada uno se encamina, porque aquella intención se ha de estimar en más que tiene por objeto más noble fin. Es el fin y paradero de las letras (y no hablo ahora de las divinas, que tienen por blanco llevar y encaminar las almas al cielo, que a un fin tan sin fin como este ninguno otro se le puede igualar: hablo de las letras humanas, que es su fin poner en su punto la justicia distributiva y dar a cada uno lo que es suyo) entender y hacer que las buenas leyes se guarden. Fin por cierto generoso y alto y digno de grande alabanza, pero no de tanta como merece aquel a que las armas atienden, las cuales tienen por objeto y fin la paz, que es el mayor bien que los hombres pueden desear en esta vida. Y, así, las primeras buenas nuevas que tuvo el mundo y tuvieron los hombres fueron las que dieron los ángeles la noche que fue nuestro día, cuando cantaron en los aires: «Gloria sea en las alturas, y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad»; y a la salutación que el mejor maestro de la tierra y del cielo enseñó a sus allegados y favoridos, fue decirles que cuando entrasen en alguna casa dijesen: «Paz sea en esta casa»; y otras muchas veces les dijo: «Mi paz os doy, mi paz os dejo; paz sea con vosotros», bien como joya y prenda dada y dejada de tal mano, joya que sin ella en la tierra ni en el cielo puede haber bien alguno. Esta paz es el verdadero fin de la guerra, que lo mesmo es decir armas que guerra. Prosupuesta, pues, esta verdad, que el fin de la guerra es la paz, y que en esto hace ventaja al fin de las letras, vengamos ahora a los trabajos del cuerpo del letrado y a los del profesor de las armas, y véase cuáles son mayores.
De tal manera y por tan buenos términos iba prosiguiendo en su plática don Quijote, que obligó a que por entonces ninguno de los que escuchándole estaban le tuviese por loco, antes, como todos los más eran caballeros, a quien son anejas las armas, le escuchaban de muy buena gana; y él prosiguió diciendo:
—Digo, pues, que los trabajos del estudiante son estos: principalmente pobreza, no porque todos sean pobres, sino por poner este caso en todo el estremo que pueda ser; y en haber dicho que padece pobreza me parece que no había que decir más de su mala ventura, porque quien es pobre no tiene cosa buena. Esta pobreza la padece por sus partes, ya en hambre, ya en frío, ya en desnudez, ya en todo junto; pero, con todo eso, no es tanta, que no coma, aunque sea un poco más tarde de lo que se usa, aunque sea de las sobras de los ricos, que es la mayor miseria del estudiante este que entre ellos llaman «andar a la sopa»64; y no les falta algún ajeno brasero o chimenea, que, si no calienta, a lo menos entibie su frío, y, en fin, la noche duermen debajo de cubierta. No quiero llegar a otras menudencias, conviene a saber, de la falta de camisas y no sobra de zapatos, la raridad y poco pelo del vestido, ni aquel ahitarse con tanto gusto cuando la buena suerte les depara algún banquete. Por este camino que he pintado, áspero y dificultoso, tropezando aquí, cayendo allí, levantándose acullá, tornando a caer acá, llegan al grado que desean; el cual alcanzado, a muchos hemos visto que, habiendo pasado por estas Sirtes, y por estas Scilas y Caribdis, como llevados en vuelo de la favorable fortuna, digo que los hemos visto mandar y gobernar el mundo desde una silla, trocada su hambre en hartura, su frío en refrigerio, su desnudez en galas y su dormir en una estera en reposar en holandas y damascos, premio justamente merecido de su virtud. Pero contrapuestos y comparados sus trabajos con los del mílite guerrero, se quedan muy atrás en todo, como ahora diré.
CAPÍTULO XXXVIII
Que trata del curioso discurso que hizo don Quijote de las armas y letras
Prosiguiendo don Quijote, dijo:
—Pues comenzamos en el estudiante por la pobreza y sus partes, veamos si es más rico el soldado, y veremos que no hay ninguno más pobre en la misma pobreza, porque está atenido a la miseria de su paga, que viene o tarde o nunca, o a lo que garbeare por sus manos, con notable peligro de su vida y de su conciencia. Y a veces suele ser su desnudez tanta, que un coleto acuchillado le sirve de gala y de camisa, y en la mitad del invierno se suele reparar de las inclemencias del cielo, estando en la campaña rasa, con solo el aliento de su boca, que, como sale de lugar vacío, tengo por averiguado que debe de salir frío, contra toda naturaleza. Pues esperad que espere que llegue la noche para restaurarse de todas estas incomodidades en la cama que le aguarda, la cual, si no es por su culpa, jamás pecará de estrecha: que bien puede medir en la tierra los pies que quisiere y revolverse en ella a su sabor, sin temor que se le encojan las sábanas. Lléguese, pues, a todo esto, el día y la hora de recebir el grado de su ejercicio: lléguese un día de batalla, que allí le pondrán la borla en la cabeza, hecha de hilas, para curarle algún balazo que quizá le habrá pasado las sienes o le dejará estropeado de brazo o pierna. Y cuando esto no suceda, sino que el cielo piadoso le guarde y conserve sano y vivo, podrá ser que se quede en la mesma pobreza que antes estaba y que sea menester que suceda uno y otro rencuentro, una y otra batalla, y que de todas salga vencedor, para medrar en algo; pero estos milagros vense raras veces. Pero, decidme, señores, si habéis mirado en ello: ¿cuán menos son los premiados por la guerra que los que han perecido en ella? Sin duda habéis de responder que no tienen comparación ni se pueden reducir a cuenta los muertos, y que se podrán contar los premiados vivos con tres letras de guarismo. Todo esto es al revés en los letrados, porque de faldas (que no quiero decir de mangas) todos tienen en qué entretenerse. Así que, aunque es mayor el trabajo del soldado, es mucho menor el premio. Pero a esto se puede responder que es más fácil premiar a dos mil letrados que a treinta mil soldados, porque a aquellos se premian con darles oficios que por fuerza se han de dar a los de su profesión, y a estos no se pueden premiar sino con la mesma hacienda del señor a quien sirven, y esta imposibilidad fortifica más la razón que tengo. Pero dejemos esto aparte, que es laberinto de muy dificultosa salida, sino volvamos a la preeminencia de las armas contra las letras, materia que hasta ahora está por averiguar, según son las razones que cada una de su parte alega. Y, entre las que he dicho, dicen las letras que sin ellas no se podrían sustentar las armas, porque la guerra también tiene sus leyes y está sujeta a ellas, y que las leyes caen debajo de lo que son letras y letrados. A esto responden las armas que las leyes no se podrán sustentar sin ellas, porque con las armas se defienden las repúblicas, se conservan los reinos, se guardan las ciudades, se aseguran los caminos, se despejan los mares de cosarios, y, finalmente, si por ellas no fuese, las repúblicas, los reinos, las monarquías, las ciudades, los caminos de mar y tierra estarían sujetos al rigor y a la confusión que trae consigo la guerra el tiempo que dura y tiene licencia de usar de sus previlegios y de sus fuerzas. Y es razón averiguada que aquello que más cuesta se estima y debe de estimar en más. Alcanzar alguno a ser eminente en letras le cuesta tiempo, vigilias, hambre, desnudez, váguidos de cabeza, indigestiones de estómago y otras cosas a éstas adherentes, que en parte ya las tengo referidas; mas llegar uno por sus términos a ser buen soldado le cuesta todo lo que a el estudiante, en tanto mayor grado, que no tiene comparación, porque a cada paso está a pique de perder la vida. Y ¿qué temor de necesidad y pobreza puede llegar ni fatigar al estudiante, que llegue al que tiene un soldado que, hallándose cercado en alguna fuerza y estando de posta o guarda en algún revellín o caballero, siente que los enemigos están minando hacia la parte donde él está, y no puede apartarse de allí por ningún caso, ni huir el peligro que de tan cerca le amenaza? Solo lo que puede hacer es dar noticia a su capitán de lo que pasa, para que lo remedie con alguna contramina, y él estarse quedo, temiendo y esperando cuándo improvisamente ha de subir a las nubes sin alas y bajar al profundo sin su voluntad. Y si este parece pequeño peligro, veamos si le iguala o hace ventaja el de embestirse dos galeras por las proas en mitad del mar espacioso, las cuales enclavijadas y trabadas no le queda al soldado más espacio del que concede dos pies de tabla del espolón; y con todo esto, viendo que tiene delante de sí tantos ministros de la muerte que le amenazan cuantos cañones de artillería se asestan de la parte contraria, que no distan de su cuerpo una lanza, y viendo que al primer descuido de los pies iría a visitar los profundos senos de Neptuno, y con todo esto, con intrépido corazón, llevado de la honra que le incita, se pone a ser blanco de tanta arcabucería y procura pasar por tan estrecho paso al bajel contrario. Y lo que más es de admirar: que apenas uno ha caído donde no se podrá levantar hasta la fin del mundo, cuando otro ocupa su mesmo lugar; y si este también cae en el mar, que como a enemigo le aguarda, otro y otro le sucede, sin dar tiempo al tiempo de sus muertes: valentía y atrevimiento el mayor que se puede hallar en todos los trances de la guerra. Bien hayan aquellos benditos siglos que carecieron de la espantable furia de aquestos endemoniados instrumentos de la artillería, a cuyo inventor tengo para mí que en el infierno se le está dando el premio de su diabólica invención, con la cual dio causa que un infame y cobarde brazo quite la vida a un valeroso caballero, y que sin saber cómo o por dónde, en la mitad del coraje y brío que enciende y anima a los valientes pechos, llega una desmandada bala (disparada de quien quizá huyó y se espantó del resplandor que hizo el fuego al disparar de la maldita máquina) y corta y acaba en un instante los pensamientos y vida de quien la merecía gozar luengos siglos. Y así, considerando esto, estoy por decir que en el alma me pesa de haber tomado este ejercicio de caballero andante en edad tan detestable como es esta en que ahora vivimos; porque aunque a mí ningún peligro me pone miedo, todavía me pone recelo pensar si la pólvora y el estaño me han de quitar la ocasión de hacerme famoso y conocido por el valor de mi brazo y filos de mi espada, por todo lo descubierto de la tierra. Pero haga el cielo lo que fuere servido, que tanto seré más estimado, si salgo con lo que pretendo, cuanto a mayores peligros me he puesto que se pusieron los caballeros andantes de los pasados siglos.
Todo este largo preámbulo dijo don Quijote en tanto que los demás cenaban, olvidándose de llevar bocado a la boca, puesto que algunas veces le había dicho Sancho Panza que cenase, que después habría lugar para decir todo lo que quisiese. En los que escuchado le habían sobrevino nueva lástima de ver que hombre que al parecer tenía buen entendimiento y buen discurso en todas las cosas que trataba, le hubiese perdido tan rematadamente en tratándole de su negra y pizmienta caballería. El cura le dijo que tenía mucha razón en todo cuanto había dicho en favor de las armas, y que él, aunque letrado y graduado, estaba de su mesmo parecer.
Acabaron de cenar, levantaron los manteles, y en tanto que la ventera, su hija y Maritornes aderezaban el camaranchón de don Quijote de la Mancha, donde habían determinado que aquella noche las mujeres solas en él se recogiesen, don Fernando rogó al cautivo les contase el discurso de su vida, porque no podría ser sino que fuese peregrino y gustoso, según las muestras que había comenzado a dar, viniendo en compañía de Zoraida. A lo cual respondió el cautivo que de muy buena gana haría lo que se le mandaba, y que solo temía que el cuento no había de ser tal que les diese el gusto que él deseaba, pero que, con todo eso, por no faltar en obedecelle, le contaría. El cura y todos los demás se lo agradecieron, y de nuevo se lo rogaron; y él, viéndose rogar de tantos, dijo que no eran menester ruegos adonde el mandar tenía tanta fuerza.
—Y, así, estén vuestras mercedes atentos y oirán un discurso verdadero a quien podría ser que no llegasen los mentirosos que con curioso y pensado artificio suelen componerse.
Con esto que dijo hizo que todos se acomodasen y le prestasen un grande silencio; y él, viendo que ya callaban y esperaban lo que decir quisiese, con voz agradable y reposada comenzó a decir desta manera: (...)
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