¿Os acordáis de cuando, a falta de mejor sistema de
refrigeración, las ventanillas de los coches llevaban un triángulo que se movía
-según el grado de apertura que uno quisiera- para que entrara el aire? Aunque
los niveles de CO2 no eran tan altos como los de ahora, el calor, como siempre,
pegaba muy fuerte por estas fechas. Luego, inevitablemente, camino de la playa no
había más remedio que parar en alguna venta para refrescarnos. Yo creo, por otra parte, que desde la misma Murcia hasta la bajada del Puerto de la Cadena se tardaba igual, casi, que desde allí hasta la costa.
Cuando por fin, y sin
GPS mediante, llegábamos a nuestro
destino, era el turno del meyba y del champú Edelmira para pasar horas y horas entre el sol y el
agua, guareciéndonos de vez en cuando bajo un toldo. Alguien, quizá, se echaba
Nivea. La capa de ozono estaba entonces que se salía.
Tras el baño, la
comida, y -si éramos pequeños, pongamos que en los 60 sí- la preceptiva y obligatoria siesta ejecutada
bajo la férrea supervisión de tu madre y tu abuela. Eso se podía sobrellevar si
había a mano algún tebeo del Capitán Trueno.
Si veraneabas en la
Torre de la Horadada, como era mi caso, había dos hechos que clausuraban
técnicamente esa siesta: la llegada del vendedor de dulces, con su artefacto
acristalado donde portaba palmeras y medias lunas, y el paso de don Antonio
Roda llamando a la catequesis. Merendados y peinados con litros de colonia, de
la que se vendía a granel en las droguerías, en una iglesia aún en
construcción, con poleas y ladrillos a la vista, don Antonio y don Arturo intentaban
recordarnos los rudimentos de la Doctrina en medio de inocentes canciones.
Posiblemente, tras la
catequesis, reparábamos en que el Cine Horadada daba esa noche un buen programa
y con esta cantinela regresábamos a casa. Y ya estaban entonces mi abuela o mi
madre preparándonos bocadillos de tortilla francesa a toda prisa y buscando
cojines. (…).
Algunas referencias para fijar
cronológicamente aquella época de la Torre de la Horadada:
El sector servicios
tenía un auténtico baluarte en el Tablitas de Domingo, con sus paellas y su
terraza frente al acantilado sobre lo que ahora es el puerto.
En la plaza, Evaristo
no había desembarcado aun. No llegaría hasta después de la disolución de los
Beatles.
En el legendario
embarcadero, los pescadores Carmelo y Luis reparaban bajo el sol sus aparejos,
echando entre medio y medio, seguramente, algún Ideales.
Casi todos nos bañábamos en la playa de los Jesuitas (entonces, la del Cura). La del Conde estaba siempre prácticamente desierta, era una playa de culto, el UHF de las playas.
Casi todos nos bañábamos en la playa de los Jesuitas (entonces, la del Cura). La del Conde estaba siempre prácticamente desierta, era una playa de culto, el UHF de las playas.
Por supuesto, no
había ni alumbrado público ni calles asfaltadas. De vez en cuando pasaba el
carro del vendedor de hielo, el manchego vendía quesos por las casas y el tío
Fructuoso vendía también su mercadería desde un carromato, entre la que se hallaba alguna pieza frutal de la que había que desalojar algún gusano pero que tenía un
sabor que ya no volveremos a recuperar nunca.
(continuará…)
(Texto: Mariano López-Acosta Abellán)
(Texto: Mariano López-Acosta Abellán)
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