Aquellos sobrios pastores de cabras
resultaron ser unos estetas que trabajaban el mármol y el pensamiento. Los
mitos fundacionales de nuestra cultura arrancan en esas luminosas costas donde
crecía el olivo y donde además del trigo y la vid se cultivaban las ideas.
Avezados marinos de aguas muy azules, fueron extendiendo por infinitas islas sus
números áureos hasta forjar un modelo estético que buscaba la sabiduría que
reside en los cánones de belleza. Y esos mismos cánones nos siguen marcando la
visión actual del mundo aunque no lo sepamos.
Un templo dórico frente al mar puede ser
la llave que nos abra la puerta de esa Edad Antigua cuya cosmogonía no ha
dejado nunca de subyacer en el inconsciente colectivo de nuestra civilización.
Alzado 60 metros sobre las olas en el cabo Sunión, que ya mencionaba Homero en
la Odisea, este monumento dedicado al
dios Poseidón era testigo inmutable de la navegación de las trirremes que
pasaban por esas costas. Se dijo entonces que había tres tipos de hombres, los
que están vivos, los que están muertos y los que navegan. Y sí, esos buscadores
de proporciones armónicas eran ante todo navegantes, como lo fue Ulises tras
diez años de singladura hasta arribar a las playas de Itaca.
Quien
no pudo arribar nunca a su Itaca particular y naufragó en medio de la travesía
fue el poeta Lord Byron, que dio su vida abrazando la romántica causa de la
lucha por la independencia del país que había encendido una lámpara en medio de
las tinieblas de la Antigüedad. Aun así, le dio tiempo para grabar su nombre en
una columna de este templo y cantarlo en unos versos de su Don Juan.
En
el momento que escribo estas líneas, de noche, seguro que permanecerá
imperturbable ante la luna, azotado por los vientos salobres, el monumento que
los pastores de cabras devenidos en estetas levantaron para mostrar su respeto
al dios del tridente que vagaba por las profundidades marinas.
(Texto: Mariano Lopez-Acosta)
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